Julián Villagrán en Extraterrestre

Nacho Vigalondo presenta su segundo largometraje, Extraterrestre, el domingo en el Festival de Toronto, que después proyectará en San Sebastián. El director habla aquí del filme, una insólita mezcla entre cine alienígena y comedia romántica.

En el sótano de su oficina en el madrileño barrio de las Letras, Nacho Vigalondo (Cabezón de la Sal, 1977), rodeado por su equipo habitual, lleva dos días (y alguna noche) rodando un videoclip para el que han convertido el mapa de España en una silueta de luces rojas y amarillas. Nadie diría que está a punto de viajar a Toronto a estrenar, en la que será la primera proyección con público, su segunda película: Extraterrestre (2011). El dispositivo del videoclip parece sencillo: un fondo negro, el mapa de luces, y el cantante, pero el rodaje esconde su complicación, y cada plano ha de ser medido casi al milímetro para componer el puzzle visual que Nacho y Jon D. Domínguez, su montador y director de fotografía, parecen tener muy claro en su cabeza.



Este videoclip, uno más entre los trabajos de un director que está siempre en activo, es un buen ejemplo para entender el funcionamiento del cine de Vigalondo, quien, con su primer largometraje, Los cronocrímenes (2007), se hizo un hueco en el panorama internacional del cine fantástico... y sembró el desconcierto entre el público y la crítica españoles: desnudar al máximo los esqueletos genéricos y las convenciones formales para descubrir lo que se puede hacer con ellas, una vez inutilizadas. Algo así era Los cronocrímenes, una perfecta película de género reducida a la mínima expresión en la que un rompecabezas abstracto de viajes en el tiempo escondía en realidad una reflexión sobre la culpa y el deseo. Y algo así presenta también Extraterrestre: una película de marcianos en la que los elementos esenciales del fantástico están siempre en un elegante segundo plano, cuando no en un radical fuera de campo, dando paso a una mezcla (posible, sí) de comedia romántica, serie B y película apocalíptica.



"Quisiera poder seguir replanteando, película a película, lo que se espera de mí", explica Vigalondo en la pausa de la comida. "Cuando hice Los cronocrímenes se esperaba de mí una comedia costumbrista, al hilo de lo que había hecho en los cortos, y en cambio hice una película de género que me situó en un lugar en el campo del fantástico a nivel internacional. Y ahora he vuelto a girar: cuando ya tenía una cierta posición en el mercado de género, hago una especie de comedia romántica, y aunque he intentado evitar los localismos, está por ver cómo funciona en el extranjero".



En realidad, Extraterrestre, una exploración sobre la fantasía y la incapacidad de conciliar deseo y realidad, no iba a ser la segunda película de Nacho Vigalondo, candidato al Oscar al mejor cortometraje por 7:35 de la mañana (2003), pero al ver que su proyecto internacional Windows llevaba camino de alargarse, decidió rescatar de un cajón alguna idea que pudiera rodarse con pocos medios y de forma rápida. "Me di cuenta de que no podía soportar la idea de acabar el año 2010 sin haber rodado una película. Me atrae el modelo de director hábil, que genera contenidos con cierta rapidez, ahora que los medios lo permiten, y me aterrorizaba la idea de que pasaran cinco años desde Los cronocrímenes. Si eres Malick, se entiende que te tomes tiempo, pero no creo que mi cine merezca que solo haga dos películas por década, me parece ridículo". Esa necesidad imperiosa por rodar es la que le llevó a poner en marcha una película que tiene mucho de juego y mucho de reto: tres, cuatro personajes en una casa, aislados en una ciudad vacía ante la amenaza, nada concreta, de una invasión alienígena.



"Difícilmente volveré a disfrutar de un rodaje como he disfrutado Extraterrestre. Una vez que nos marcamos los límites de producción y del propio lenguaje, una vez que estuvieron los márgenes muy claros, tuve la libertad para hacer lo que quise. Y ahora sé que intentaré siempre hacer películas con márgenes estrechos, para tener, en horizontal, muchas murallas, pero poder trabajar en vertical hasta donde yo quiera". Una película pequeña, rodada entre amigos y con un equipo de no más de quince personas, que sin embargo no tiene vocación de amateur: "Me quise desvincular de todos los tics formales que se asocian ahora al cine de bajo presupuesto. Y tampoco quiero caer en esa trampa, o más bien epidemia, que es pensar que el bajo presupuesto lo determina la producción: escribes el guión, y a partir de ahí son trucos, maniobras y escaramuzas para que la película sea barata. En realidad, la escala debe venir desde el guión. Y si la película no parece barata es porque no hay nada en el guión que exija una producción mayor de la que tuvimos. Si en un futuro hago una película millonaria no creo que me sienta más satisfecho que haciendo esta película, por la proporción entre las ambiciones y el resultado".



Desmontar géneros.

Extraterrestre tiene mucho de respuesta a Los cronocrímenes: lo que allí era un reto formal, una descomposición abstracta del género donde solo había un personaje al servicio de una trama, en Extraterrestre la historia deriva de los personajes: "No hay nada en la película que no sea culpa de ellos", afirma Vigalondo sobre una película que descansa casi por completo en el trabajo de los actores Julián Villagrán, Michelle Jenner, Raúl Cimas y un soberbio Carlos Areces. Sin embargo, ambas películas comparten una estructura medida hasta el detalle y una vocación genuina por forzar los límites del fantástico; en Los Cronocrímenes desnudándolo al mínimo, y en Extraterrestre llevando los elementos genéricos a un segundo plano y forzando una combinación contra natura con los tropos de la comedia romántica. "Una norma que me he autoimpuesto es que todas las películas desafíen la silueta que en principio tienen, el modelo de género en el que se sitúan. No solo porque tengan detrás un soporte teórico, sino por pura diversión; además, no soy capaz de pensar una película pensando en un público determinado, ya sea un festival de género o la taquilla; me atrae la posibilidad de unir públicos muy distintos en una misma sala, aun a riesgo de que ninguno salga satisfecho. Es un riesgo muy legítimo, arriesgarte a no gustarle a nadie a cambio de intentar gustarle a gente incompatible entre sí".