Isaki Lacuesta, hoy en San Sebastián. Foto: Reuters

Genio precoz del cine español, Isaki Lacuesta dejó a todo el mundo con la boca abierta con su extraorinario debut, Cravan vs. Cravan (2002), ese falso documental en el que, a sus 27 años, mostraba un dominio del lenguaje audiovisual en su vertiente poética extraordinario. Poco después llegaría la evocadora La leyenda del tiempo (2006), sobre la fascinación por la figura de Camarón de la Isla, y en 2009 Los condenados, su primer trabajo de ficción, lo confirmaba como una de las voces más rotundas y apasionantes de la nueva generación de cineastas españoles. Lacuesta es puro talento audiovisual que cristaliza de forma radiante y hermosa en la bellísima e indescriptible Los pasos dobles, una película para la que ha contado con el artista Miquel Barceló, que ha rodado en Mali y que escapa a cualquier convención para sumergirnos en un universo en el que el humor, la ternura, lo etnográfico, lo humano e incluso lo divino se entremezclan para dar con una cinta asombrosa que permanece en la memoria del espectador con vocación de permanecer en ella.



Estructurada en torno a la búsqueda de la cueva que el escritor y pintor François Augiéras dejó enterrada en un búnker para que la disfrutaran los hombres del futuro, supuestamente más civilizados que los del siglo XX, es difícil describir un filme en el que cohabitan el surrealismo y la reivindicación de la capacidad hipnótica de las imágenes. Es una película inclasificable en la que, a ritmo de spagetti western, se narra un viaje que es tanto interior como exterior, que nos conduce a los misterios de la existencia humana así como al paisaje de una Africa misteriosa y deslumbrante, en la que cohabitan lo salvaje y lo exquisito, lo eterno con lo material y lo frugal. Son muchas su claves, sus pistas, y es tal la grandiosidad estética de algunas imágenes (véase el momento en el que aparecen los albinos) que el espectador se queda mudo ante un espectáculo que tiene tanto que ver con la inteligencia como con la sensualidad. Grande Lacuesta y grandísima esta emocionante película.



Terence Davies, director aún inédito en las salas comerciales españolas, lleva años siendo uno de los secretos mejor guardados de la cinefilia gracias a títulos de gran poder evocativo como Distant Voices, Still Live (1988) o la reciente y magnífica Of Time and the City (2008), presentada hace unos meses en España a través de una fundación cultural. Con su nuevo trabajo, The Deep Blue Sea, hace una apuesta más clara por la narrativa y la ficción sin renunciar a su especial querencia por la creación de imágenes muy marcadas por lo artístico que lo acercan al terreno del videoarte y explican por qué ha sido tan habitual de las salas como de los museos. Cuenta la historia de una mujer (Rachel Weisz) que al término de la II Guerra Mundial se debate entre los privilegios de su vida acomodada junto a un hombre de leyes de avanzada edad y un joven ex piloto británico. Sus dudas, sus desvelos, incluso su intento de suicidio son narrados por Davies con sutilidad y emoción, recurriendo a imágenes evocadoras que en sus peores momentos recuerdan a un anuncio de Burberry's y en los mejores a un cuadro de Vermeer por su etérea atmósfera. Demasiado rígida y teatral a veces, el filme acaba convenciendo y conmoviendo gracias a la capacidad del director para abordar el preciosismo sin imposturas ni dejar de lado la fuerza de los sentimientos y las pasiones humanas.



Y de Venecia ha llegado Shame, película de Steve McQueen exhibida en Zabaltegui que es una obra maestra. Las grandes películas son aquéllas que quizá existían antes de existir, ésas que nos conducen a lugares desconocidos pero que al mismo tiempo saben captar el zeitgeist con la precisión de un profeta. Michael Fassbender, grandioso, interpreta a un ejecutivo de éxito en el Nueva York contemporáneo que sólo es capaz de relacionarse con los demás mediante la brutalidad y el sexo esporádico y banal. La aparición de su hermana será el contrapunto a una existencia vacía y frívola en la que los sentimientos son ahogados en toneladas de cinismo hiriente y perturbador. Hermosa, bella, verdadera y profunda, Shame tiene la gracia de descirbir algo que estaba ahí antes de existir y que nadie había captado antes de una forma tan rotunda y hermosa. Quizá, dentro de 50 años, cuando alguien quiera recordar y analizar nuestra época, no encontrará mejor exponente de ella que esta sensacional película.