Roman Polanski no puede rodar en Estados Unidos desde 1977. Seguramente, esa circunstancia ha condicionado gran parte de su carrera, que precisamente el cineasta polaco, aunque nacido en París, planeó desarrollar en Hollywood. El director galo Bertrand Tavernier, declarado amante y estudioso del cine clásico americano, dijo hace unos años que la filmografía de Polanski sería mucho más fascinante de lo que ya es si no se hubiera visto obligado a abandonar Estados Unidos en dos ocasiones: primero por el asesinato de su mujer Sharon Tate en 1969 a manos de una secta satánica, luego por la acusación de abuso sexual de la menor Samantha Geimer. En febrero de 1978, tras cumplir condena de un mes y unos días en la cárcel, y de haber saboreado las mieles del éxito con La semilla del diablo (1968) y Chinatown (1973), rompió su libertad condicional, pendiente de juicio, para instalarse en París. Nunca más pisó suelo estadounidense.
Como en una película de su admirado Jacques Tourner, en septiembre de 2009 los demonios del pasado regresaron de súbito a su existencia cuando fue detenido en el aeropuerto de Zúrich por petición de Estados Unidos, que 33 años después reclamaba su extradición para poder ser juzgado. Las manifestaciones de solidaridad de intelectuales (Bernard Henry- Lévy), artistas (Pedro Almodóvar) y hasta del mismísimo presidente Nicholas Sarzoky con el director de El pianista no se hicieron esperar. Tras más de dos meses en prisión y una fianza de 4,5 millones de francos (4,2 millones de dólares), el cineasta obtuvo la libertad condicional establecida por los jueces suizos. Polanski se comprometió a no salir “en ningún momento” de los límites de su propiedad en la localidad de Gstaad y a llevar un brazalete electrónico, que finalmente pudo quitarse, al quedar en libertad, en diciembre del año pasado.
“Ya he cumplido mi tiempo -declaraba hace unas semanas el cineasta en el canal TSR de la televisión suiza, en la única entrevista que ha concedido desde su encarcelamiento-. Por eso me fui de Estados Unidos en aquella época, porque querían mandarme de vuelta [a la cárcel]. Pero esta vez ha sido más soportable. Ya no soy el mismo joven director de la jet-set que no podía estar en el mismo sito más de tres o cuatro días”. Y añade: “Llevo arrepentido 33 años [de lo que hice]. Por supuesto que lo lamento”.
Aunque Polanski no pueda rodar en Estados Unidos -y en ningún otro país que no sea Francia, Suiza o Polonia, de hecho-, semejante circunstancia no ha impedido que su último filme, la adaptación de la obra teatral de Yasmina Reza Un dios salvaje, sitúe su historia en Nueva York. En verdad, lo que transcurre en un apartamento presumiblemente situado en Brooklyn se rodó en un edificio de París -el efecto es totalmente convincente-, donde encierra a dos matrimonios que se han propuesto solucionar “cívicamente” las sangrientas disputas de sus hijos en el patio del colegio. Pero a medida que avanza la tarde y vacían vasos de whisky (como en La soga de Hitchcock, el paso del tiempo lo marca la caída de la luz a través de las ventanas), afloran las recriminaciones, las hipocresías, las decepciones y las traiciones. “Lo que me atrajo de la obra es su denuncia de lo políticamente correcto -ha señalado Polanski-. Los personajes revelan su naturaleza humana verdadera, o sea, que son capaces de odiar, de ser egoístas, aunque al principio todo transcurra bajo el educado barniz de ciudadanos de clase-media que quieren ser respetables”. Con nervio, violencia (verbal) y comicidad a partes iguales, apoyándose sobre todo en los talentos de cuatro excelentes actores -John C. Reilly, Jodie Foster, Kate Winslet y Christoph Waltz-, esta pieza ‘anti-bourgoise' paradójicamente muy burguesa acaba mostrando cómo los progenitores no son en ningún caso más civilizados que su progenie.
Cualquier espectador familiarizado con las películas de Polanksi conoce su preferencia por filmar en espacios cerrados -el yate en Cuchillo en el agua, el gueto y el piso-refugio en El pianista, la casa de campo en El escritor, los apartamentos de Repulsión, La semilla del diablo y El quimérico inquilinio-, su profundo sentido exploratorio de la claustrofobia en el cine. En esta ocasión, al tratarse de la adaptación teatral de una pieza que transcurre en un solo escenario, el encierro era obligado, si bien Polanski logra una vez más exprimir las cualidades cinemáticas de una representación teatral filmando el espacio escénico desde puntos de vista espontáneos y significativos, fiel a su viejo método de no trabajar nunca con storyboards. “Mis películas son la expresión de deseos momentáneos -le dijo Polanski hace varios años a la revista Positif-. Sigo mis instintos, pero de una manera disciplinada. […] Lo que me gusta en el cine es la atmósfera… Me encanta encerrarme”.
Gran parte del guión de Un dios salvaje, realizado en colaboración con Yasmina Reza, lo escribió Polanski en su reclusión domiciliaria. “¡Eran unas condiciones excelentes! ¡Yo sugeriría a ciertos guionistas que pasen un tiempo en prisión para trabajar! -bromea ahora el director-. Antiguamente había en los estudios de Hollywood un lugar llamado ‘La manzana de los escritores', donde los guionistas tenían que fichar en el reloj por la mañana”. En cualquier caso, sin ordenador y sin acceso a internet, el director realizó el montaje de su anterior filme, la posmoderna trama de linaje político-conspiratorio El escritor, dando instrucciones a su editor, el francés Hervé de Luz, desde su aislamiento: “Me enviaban DVDs con el montaje de la película. Tomaba notas, se las daba al abogado, el abogado a la policía y luego se lo devolvían al abogado. Después, enviaban mis instrucciones al editor. Fue un proceso extremadamente lento”. No en vano, asegura que su arresto ha tenido “efectos secundarios” y que “no se trabaja de la misma manera después de una experiencia así, sobre todo a mi edad”.
La bulliciosa, turbulenta y atormentada vida de Roman Polanski se ha filtrado de un modo u otro a las imágenes en combustión de su cine, fantasías de tono enfermizo que surgen de la callosidad de un superviviente nato: su madre fue asesinada en Auschwitz, de cuyas duchas de gas logró escapar para sobrevivir como un mendigo en el gueto de Cracovia; con 16 años sufrió un intento de asesinato por un conocido criminal polaco; a los 33 quedó viudo de su segunda mujer, la actriz Sharon Tate, brutalmente asesinada en avanzado estado de gestación; diez años después le encarcelaron por abusar de una menor y emprendió una vida cosmopolita bajo el estigma de un proscrito.
Controversia perpetua
“A veces me planteo cómo he conseguido recuperarme del todo. A lo mejor estoy hecho de una pasta más fuerte que el resto. Podrían hacer clavos de mí”, dijo recientemente a la televisión suiza. Por supuesto, su relación con los medios de comunicación -que bien le han considerado un genio del séptimo arte, bien un tipo depravado y diabólico, bien todo al mismo tiempo- también las recorre el malditismo y la perpetua controversia. “Antes de que encontrasen a Mason yo era incluso sospechoso de estar involucrado en el homicidio de mi mujer. Todo ese asunto dejó a los medios tremendamente alborozados porque yo había terminado recientemente mi película La semilla del diablo, que es sobre magia negra, entonces inmediatamente mezclaron todo. Fue un periodo insoportable”, recuerda con la perspectiva del medio siglo transcurrido. “La historia se convirtió en una bola de nieve y explotó con la invención de internet”.
El día después del triunfo en los Oscar de 2003, cuando Polanski ganó la estatuilla al Mejor Director -que recogió su amigo Harrison Ford- por su filme más autobiográfico, El pianista, el cineasta dijo que “el arte puede trascender el dolor”. La necesidad de expiación y de exorcismo a través del cine ha acompañado a Polanski durante toda su vida creativa, desde prácticamente su primer cortometraje, La bicicleta (1955), realizado como un ejercicio de dirección en la Escuela de Lodz. Aunque hoy sea imposible de ver -se perdieron varias bobinas en su traslado por error a la Unión Soviética-, el corto recreaba el intento de asesinato que sufrió en 1949 por parte del famoso criminal Janusz Dziuba, quien con el pretexto de venderle una bicicleta le llevó a un búnker y le golpeó con una piedra. En su ácida y satírica adaptación de Oliver Twist (2005), Polanski volvía de algún modo a recordar diversos capítulos de su maltratada infancia. “Ciertamente, he visto la muerte cuando era muy joven, en el gueto. La primera vez, tenía siete años cuando vi a una mujer ser asesinada, tan solo a un metro y medio de distancia. Soy como un cirujano que se acostumbró a ver el estómago abierto. Sí, me acostumbré a la muerte”.
Curtido en las mil batallas que le han convertido en el cineasta más mediático después de Stanley Kubrick, con su última película, que desató las ovaciones en el pasado Festival de Venecia pero también dividió a una crítica ciertamente desconcertada ante la propuesta, ha preferido deslizarse hacia los terrenos del humor por segunda vez en su carrera -la primera vez fue en 1967, con El baile de los vampiros, una parodia del cine de la Hammer. Un humor, en todo caso, inevitablemente tomado por la vena caricaturesca que recorre su trabajo, que parece bascular entre la neutralidad clínica y una mirada casi voyeurística, de incredulidad hacia el ser humano. Es Un dios salvaje una suerte de fábula moral, donde no faltan los apuntes grotescos y repugnantes -como el personaje de Kate Winslet vomitando encima de unos libros de arte-, cuyo mayor desafío, según el director, ha consistido en “hacer una película en tiempo real, sin una sola elipsis”. El ritmo casi frenético del filme -articulado por la dinámica de réplicas y contrarréplicas y una muy ágil puesta en escena- convierte a Un dios salvaje en uno de los filmes más veloces dirigido por un director que roza las ocho décadas de existencia. “Con un guión tan rápido y tan ingenioso, el público de todo el mundo se identificará con estos personajes”, asegura Polanski.
Pieza maliciosa
Acostumbrada a la crueldad y el salvajismo de sus películas, la crítica seguramente no esperaba un filme tan aparentemente “higiénico” de manos del atormentado cineasta, como si se hubiera propuesto complacer al espectador biempensante. Lo que no se puede perder de vista es que el filme no es sólo plenamente disfrutable por cualquier clase de espectador, sino que el propio Polanski y los cuatro actores protagonistas -tres de ellos oscarizados- parecen haberse divertido como niños creando esta pieza maliciosa. “Por supuesto, uno puede crear las obras más estupendas, pero si no son aceptadas, es una tragedia -concluye el polaco-. Es como Van Gogh, que sólo vendió una pintura, y de hecho creo que fue a su hermano. Este gran pintor, que es mi preferido, vivió su vida para nosotros, no para sí mismo. Yo no tengo esa ambición. Me gustaría compartir mi visión del mundo con los demás”.
Siempre he tenido a Polanski en la cabeza. Es uno de los cineastas más brillantes en activo, un maestro en muchísimas facetas. Siempre lo he seguido y he tenido muy en cuenta su manera de hacer películas, entre las que destacaría Callejón sin salida (1966), La semilla del diablo (1968) o Chinatown (1973). En el caso de El quimérico inquilino (1976) incluso la utilizo para mis clases de cine, especialmente para animar reflexiones en torno al punto de vista narrativo. Me parece una película ejemplar.
Quizá con la que menos me identifico es con Frenético (1988), pero también en ese trabajo se deja ver la vitalidad que siempre ha caracterizado a Polanski, energía que pude sentir en los breves encuentros que tuve con él con motivo del rodaje de La novena puerta (1999). Como el guionista novato que yo era intenté “pensar” a Polanski como el director ideal y utópico de la futura película y plantear de esa manera la estrategia narrativa, la construcción del guión. Pero donde realmente tuve contacto con él fue durante una cena en Madrid con todo su equipo. Fue una noche memorable en la que descubrí a un Polanski inteligente, eléctrico, ágil, vivaz, con una mirada inquieta y, sobre todo, muy divertido, con un gran sentido del humor juvenil.
Toda su vida ha estado en el borde del precipicio, desde sus primeros años en el gueto a las lamentables polémicas que posteriormente le han acompañado. Respecto a esto último, ya tuvo su juicio y una estancia en una prisión norteamericana. Creo que ya ha pagado. Lo importante ahora es que durante su estancia en Suiza ha seguido trabajando y ha realizado Un dios salvaje, de la que espero una obra de cámara supongo que terrible y, a la vez, con mucho humor. Del casting con el que ha contado también espero lo mejor. Por todo ello, siempre tendré presente a Polanski, en la cabeza.