Jean Dujardin en The artist, de Michel Hazanavicius
¿Que el cine mudo ha muerto? Michel Hazanavicius ha querido resucitarlo viajando al tiempo en que era desplazado por el cine sonoro. Filmada en blanco y negro y totalmente muda, The Artist, que se estrena hoy, es la gran sorpresa del año, el filme que más expectativas acumula en la carrera hacia los Oscar.
El artista habla de difuntos; de aquel cadáver exquisito y olvidado que fue el cine mudo. En realidad, ni siquiera habla, porque ella es también una película muda. Muda y quizá tan grave como la voz de un muerto. La historia discurre en un tiempo en el que la gente fumaba, se movía acelerada por la pantalla a un ritmo que oscilaba entre los 16 y los 20 fotogramas por segundo (luego fueron 24) y los rostros mirados de cerca brillaban. Además, los malos lucían cejas bien espesas; las damas, ojos grandísimos, y los galanes, bigotes estrechos. Sin embargo, lo más sorprendente es que nadie hablaba. No es que el cine fuera mudo. En realidad, eso nunca ha sido así. Siempre había orquesta o piano, efectos sonoros en directo y, sobre todo, mucho ruido en los cines. Pero las bocas se movían sin emitir sonido alguno.
Aunque en realidad, y para complicar aún más las cosas, El artista no sólo se ocupa ‘en mudo' del cine mudo, sino que se entretiene en contar el drama de su muerte. Del momento en el que llegó el cine sonoro para destruir la industria de la imagen en silencio. Y para enredarnos del todo: estamos delante de la muerte del muerto.
Recreación y pastiche
Dice el director que su idea no era tanto hacer una película sobre el cine mudo como simplemente muda. Que no es lo mismo. "Pensé que era más fácil de entender para la audiencia una película muda si trataba de actores de cine de la época muda del cine. Y por eso, al final, lo que tenemos es cine mudo sobre el tiempo en el que el cine fue mudo", explica el director en un alambicado y autorreferencial lenguaje sonoro. Si se lee en silencio se entiende.Insiste Hazanavicius, eso sí, que no se trata, pese a las apariencias, de ese género tan francés del cine dentro del cine. "No es tanto una historia de cine como una historia de transición. La película trata sobre cómo el mundo cambia y qué le pasa a la gente cuando el mundo cambia. Y eso es así porque el mundo siempre cambia más rápido que las personas". Y, en efecto, tiene razón.
El artista es, si se quiere, la última parada de un director fanático del ‘pastiche', de la cita, de la recreación o del juego con la memoria. Llámese como se quiera. Y eso tanto para Le Grand détournement (1993), un divertidísimo puzle de secuencias ‘robadas' a clásicos del cine, como su espía OSS 117, que se movía por un universo datado en los setenta a medio camino entre el cine de James Bond y el de la parodia del cine de James Bond (los dos productos del pasado). Ahora, como decíamos, hace hablar a un muerto.
El argumento e intención, en realidad, no son nuevos. Digamos que Cantando bajo la lluvia (Donen & Kelly, 1953), por poner el ejemplo más a mano, ya se ocupó del drama que supuso para buena parte de la industria empezar a hablar. Eso por no citar a la Gloria Swanson de El crepúsculo de los dioses. "Sé que las comparaciones con estas películas son evidentes -se defiende el director-. Pero hay que ser consciente de que no todos las películas sobre Vietnam son Apocalypse Now".
Un cadáver exquisito
Cuenta además que para preparar la película, precisamente, evitó los títulos citados arriba. "Me pasé una larga temporada viendo las viejas películas mudas para intentar entender lo que podía, lo que no podía y lo que debía hacer. Ésa era la prioridad". El resultado es, sin duda, una película llamada a marcar de forma definitiva el final de año. Con gracia, acierto y una acertadísima complicidad con la memoria del espectador, El artista logra hilvanar un ejercicio de comunión espiritual (y hasta física) con el patio de butacas pocas veces visto antes. El muerto resucita. ¡Aleluya!La cinta no pretende ser una acerada reflexión sobre el cine. No es Cautivos del mal (Minnelli, 1952) ni La noche americana (Truffaut, 1973), ni siquiera La rosa púrpura del Cairo (Allen, 1985). Tampoco lo pretende. Es, sencillamente, un divertimento tan logrado como (sentimos la expresión) delicioso. Tan delicioso como una deliciosa delicia francesa. Vamos, todo lo delicioso que puede ser un cadáver exquisito cuando habla.
"En realidad, cuando mentimos, mentimos con palabras. En silencio es mucho más difícil hacerlo. En este sentido, aunque rodar cine mudo pueda parecer más complicado, es mucho más fácil, más directo", razona Hazanavicius empeñado en hacer del oxímoron una auténtica religión. Llegados aquí se toma un segundo y expone la verdad de su credo: "Tan sólo enseño la situación y es la audiencia la que hace el trabajo duro de interpretarla. Y así, cada espectador construye su propia película. Cuando Fritz Lang rodó M, el vampiro de Düsseldorf no ves cómo el criminal se lleva a los niños, simplemente te quedas observando a los globos que se van porque han sido abandonados por los críos. Te imaginas la escena y es aún más terrorífica que si el director la enseñara completamente. Yo, en El artista, sólo enseño los globos".
Y, en efecto, el cine mudo cobra vida y, como ocurriera en Pedro Páramo, ya sólo queda la muerte como único aliento de vida. Tan contradictorio y gozoso (¿quién dijo grave?) como un muerto que baila (no hace falta hablar).