Pedro Almodóvar y Terrence Malick
Si la filmografía de Malick se caracteriza por su contención y parquedad (apenas cinco largometrajes en cuarenta años), la prolífica creatividad del autor de Volver se traduce en 19 largometrajes a lo largo de treinta años, si bien ambos parten de las conquistas estéticas y dramáticas del cine moderno para introducir sus respectivos discursos de radicalidad audiovisual. Digámoslo ya: Malick y Almodóvar son dos genuinos creadores de formas, respectivos representantes del cine de autor más revulsivo en el planeta americano y europeo, cuyas imágenes se cifran en un código genético completamente exclusivo e intransferible, a pesar de la considerable cantidad de sub-Malicks y sub-Almodóvares que han proliferado desde todos los rincones del planeta a lo largo de las últimas décadas. Sus discursos son, en todo caso, inimitables.
Ambos cineastas están determinados a reimaginar nuevas relaciones entre la subjetividad y el mundo contemporáneo, apelan a la percepción visual con fines más poderosos que las tradicionales herramientas de la narrativa cinematográfica. Las formas de identidad, familia y género sexual que Pedro Almodóvar viene explorando en su cine desde hace años -y que en La piel que habito parecen configurar el epítome de su inconfundible poética en torno al cuerpo- y las correspondencias de montaje que Terrence Malick establece en El árbol de la vida, su colosal plegaria a los misterios del espíritu y el universo, transitan en los incatalogables caminos de un cine contemporáneo que, en el contexto de producciones de alcance popular, dialoga direc- tamente con las artes visuales y los procedimientos del cine experimental.
Ambos son creadores perfectamente sintonizados con su tiempo (abierto a las hibridaciones y confluencias de las distintas expresiones artísticas), de ahí que no deba resultar extraña la predilección por sus creaciones que han manifestado los críticos de El Cultural en este año 2011, que tan buen cine ha traído a las pantallas españolas. Bien es cierto que, salvando sus irreconciliables intereses temáticos y, seguramente, ideológicos, ninguno de los dos ha renunciado al impulso experimental. Son creadores que caminan sobre el alambre, que renuncian a entregar productos acomodados, y cuya capacidad de renovación siempre ha ido en paralelo a las sensibilidades culturales de su tiempo. La pasión por su oficio impulsa a Almodóvar, la experimentación del lenguaje cinematográfico a Malick. Ambos se aplican a su trabajo con obsesivo perfeccionismo. Algo doblemente meritorio en el caso de dos cineastas que ya lo han conseguido casi todo (la Palma de Oro, Malick; el Oscar, Almodóvar), que han aglutinado una fiel parroquia de espectadores a lo largo de los años y que, en apariencia, ya no tienen nada que demostrar y sí mucho que perder.
Si bien Almodóvar se muestra en La piel que habito más contenido que nunca (dentro de todo lo contenido que puede ser el cine del manchego), sin renunciar por ello al atrevimiento creativo que caracteriza su obra; Malick ha entregado su película sin duda más libre y excéntrica, más inaprensible y etérea, cuya radicalidad ha generado provechosos debates cinéfilos en foros y publicaciones especializadas. En cierto modo, tanto El árbol de la vida -resultado de un proyecto que se ha ido fraguando a lo largo de tres décadas- como La piel que habito aglutinan los motivos y sintaxis que ambos autores (que han escrito todas sus películas) han ido explorando a lo largo de sus carreras. Felizmente, desde la insobornable independencia creativa, siguen y seguirán interpelando a la inteligencia y sensibilidad de los espectadores.