Fotograma de Declaración de guerra, de Valérie Donzelli

El espejo de la Nouvelle Vague, su capacidad para poner de acuerdo al espectador profano y al crítico más exquisito, se fracturó hace tiempo. Pero toda una nómina de cineastas franceses están recomponiendo sus piezas para ofrecer otro paisaje, no menos rico y bullicioso, del cine galo. Valérie Donzelli y Riad Sattouf, con Declaración de guerra (premiada en Gijón) y The French Kissers, demuestran con sus filmes que el gran cine no está necesariamente reñido con los gustos del público.

Hubo un tiempo no tan lejano en el que el cine francés satisfacía las expectativas de unos y de otros. Unos: el público que llena las salas. Otros: la crítica más instruida. El desproporcionado éxito de The Artist parece haber puesto otra vez el foco sobre la capacidad de la cinematografía gala para tomar las riendas estéticas del cine mundial, si bien el aburguesado producto de Michael Hazanavicius, toda vez que propulsado desde los cuarteles de Miramax, responde más a una operación de diseño que a una creación espontánea sintonizada con su tiempo.



Como si se empeñara en conjurar algún significado oculto, la cartelera a veces nos sorprende con la casual confluencia de estrenos. Esta semana hace coincidir en pantallas españolas dos grandes títulos del último cine francés: Declaración de guerra, de Valérie Donzelli, y The French Kissers, de Raid Sattouf. Ambos se presentaron en Cannes (en 2011 y 2009, respectivamente), y aparte de haber conectado con el público (The French Kissers superó el millón de espectadores Francia), han despertado el entusiasmo crítico allí donde han viajado. El sorprendente filme de Donzelli, de hecho, fue premiado en el último Festival de Gijón.



Sea invocando a la lágrima o a la risa, las filiaciones con la Nouvelle Vague son evidentes en ambos casos. En su segundo largometraje, Valérie Donzelli revive como escritora, actriz y directora una terrible experiencia autobiográfica compartida con el compañero de reparto y co-guionista Jérémie Elkaïm, quien fuera su pareja en la vida real. Ambos son Romeo y Julieta en Declaración de guerra, orgullosos padres de Adam, a quien con apenas 18 meses de edad detectan un tumor cerebral. "La película es autobiográfica en el sentido de que Jérémie y yo tuvimos un hijo que enfermó gravemente -explica Donzelli-. Utilizo una vivencia triste para convertirla en algo positivo. La película estuvo gestándose mucho tiempo en mi interior hasta que entendí que había llegado el momento de hacerla".



Donzelli filma en los mismos pasillos y espacios hospitalarios por los que atravesó su via crucis personal frente al terror de la enfermedad ensañándose con su bebé. "Estaba empeñada en hacer una película muy anclada en la realidad. No quería rodar en un plató, sino en un hospital de verdad; no quería figurantes, sino personal sanitario de verdad", acara la cineasta. Donzelli trasciende el trauma personal revistiendo con carácter expresionista fragmentos de vida escenificada, donde el musical de Jacques Demy transita en los códigos posmodernistas de un Arnaud Desplechin mucho más moderado en la mesa de montaje, de manera que no es tanto la situación que describe el motivo del filme, sino el modo en que esta situación se afronta y, en extensión, se filma: con luz natural y cámara infiltrada.



Un cuento épico

Aunque el relato no dé tregua a la angustia, no es un drama al uso, no al menos como lo hubiera filmado Hollywood -con la lágrima en primer plano-, sino apelando a la profunda vitalidad y compasión humana para enfrentar fatalidades incomprensibles, introduciendo un tono de cuento épico narrado a dos voces (masculina y femenina) con el vigor de las voice-over que recordamos de Jules y Jim o de las múltiples narraciones novelescas que recorren los caminos de la Nouvelle Vague. "No me parece una comedia dramática, ni tampoco un drama o un melodrama. Pensamos que solo es una película física, intensa, viva", explica la directora. Una intensidad remarcada por una potente, entusiasta selección que va del punk al pop sintético, de los scratches de vinilo a un tema melódico interpretado por los protagonistas.



La pregunta inevitable asoma en un cierto momento. Romeo a Julieta: "¿Por qué esto nos pasa a nosotros?". La respuesta sintetiza el espíritu del filme: "Porque podemos superarlo". La dinámica de las consultas hospitaliarias, convocando la tensión, es tomada por una historia de amor y respeto, un hermoso canto a la vida, un maratón de dignidad y resistencia, una operación de disciplina militar para declararle la guerra no sólo al cáncer, sino a los infundados caprichos del destino.



Una declaración de guerra a la rendición, pero también al cine que abandera el dolor ajeno como pasaporte comercial. "Romeo y Julieta son dos enamorados despreocupados, nada preparados para la guerra, como toda mi generación -afirma Donzelli-, pero que se sorprenden ante su capacidad de lucha". La diagnosis del pequeño Adam coincide con la invasión de Irak, un hecho cuyo paralelismo menciona Donzelli en la película, pero sin detenerse en él. El caos emocional de su lucha en pareja, asumiendo la psicología de guerra, avanza en todo caso con el resultado de antemano en la conciencia del espectador, quien ya en la primera escena puede deducir el agridulce happy end de la película. "Aprovecharse del suspense de la curación de Adam habría sido secuestrar al espectador", reconoce Donzelli. Héroes a su pesar, lo que no mata, les hace más fuertes.



Deseos comunes

Si Donzelli cierra los créditos finales dedicando su oda emocional a "los hospitales públicos", Riad Sattouf bien podría dedicarla a la educación pública. Las apariencias distancian el drama familiar de Donzelli con la comedia de instituto de Sattouf, pero ambas películas están propulsadas por deseos comunes. Aunque The French Kissers no es una película directamente autobiográfica - "Yo era un adolescente tímido, sin historia, y mi adolescencia hubiera resultado muy aburrida", dice su autor-, sí procede de los ejercicios de observación del director debutante, reconocido creador de historietas gráficas como La vida secreta de los jóvenes o Regreso al colegio, donde recogió los temblores y estupores de la cultura del acné. Invitado por la productora Anne-Dominique Toussaint, adaptó al cine algunas de esas experiencias robadas de la realidad envasándolas en un formato bien reconocible.



Lo que en un reconocimiento previo descartaríamos como una suerte de American Pie a la francesa -ergo, un "French Pie"-, acaba revelándose como una crónica nostálgica, incluso desoladora, del torbellino hormonal y emocional de la adolescencia, que adopta con incorreción y subversión política una identidad propia en el contexto de las comedias adolescentes. No se trata solo de una solvente, hilarante importación del modelo teen comedy a la cultura francesa, con sus retratos caricaturescos y sus terapias de choque adolescente. Sattouf abre puertas y ventanas para que las corrientes naturalistas insuflen aire fresco a sus crónicas de lo mundano. "Es una película sobre el mundo secreto de los chicos -explica Sattouf-. Existe toda una categoría de chicos a los que les cuesta mucho expresar su crisis de adolescencia, que están muy perdidos con el final de la infancia". Rompiendo algún que otro tabú en torno a la masturbación -la madre, en lugar de palidecer, se ríe de su hijo cuando le descubre in fragranti-, las torpes conductas sexuales de Hervé (Vincent Lacoste) y Carmel (Anthony Sonigo) no parecen muy alejadas de las del Evan (Michael Cera) y Seth (Jonah Hill) de Super Bad (2007), pero donde Greg Mottola da rienda suelta a la astracanada, Riad Sattouf prefiere congelar a sus personajes en las ansiedades más hirientes de la pubertad.



"No quería hacer una película sobre los códigos de los adolescentes actuales, su manera de hablar, su arsenal tecnológico... Quería hablar de la violencia de sus emociones". El aroma retro de The French Kissers se alía con la estética satírica de los cómics, mientras que en el terreno cinematográfico Sattouf envía señales de admiración a Larry Clark, a cuya obra Kids lanza un guiño en la primera escena -el grotesco hiperrealismo de dos adolescentes besándose apasionadamente-, si bien surgen fértiles correspondencias con Los cuatrocientos golpes. En su universo cuidadosamente construido, Sattouf imprime pulsiones de realismo a unas imágenes que, como las de Donzelli, escapan de la desesperación con radiaciones de luz. "Me gusta reírme de cosas tristes para hacerlas menos tristes", dice Sattouf. Pues eso.

Una generación a contracorriente

Valérie Donzelli y Riad Sattouf no están solos. Una nutrida nómina de cineastas franceses tratan de imponerse a la estela que dejó la Nueva Ola, que medio siglo después sigue estableciendo un mandato de formas y actitudes en la cinematografía gala. En esa inevitable relación de amor-odio con los Godard, Truffaut, Chabrol, Rivette, Rohmer, etc., se han visto forzados a encontrar su propia voz navegando a contracorriente. Algunas voces, aunque sea de forma fragmentada, son ya conocidas en nuestras salas: Laurent Cantet (La clase), Claire Denis (Una mujer en África), Olivier Assayas (Boarding Gate), Arnaud Desplechin (Un cuento de Navidad), Matthieu Amalric (Tournée), François Ozon (8 mujeres), Abdelatif Kechiche (Cus-cus), Mia Hansen-Love (El padre de mis hijas), etc. Otras, sin embargo, merecerían darse a conocer: Bertrand Bonello (L'Apollonide), Bruno Dumont (Hors Satan), Serge Bozon (La France), Phillipe Grandrieux (Un lac), etc.