Miguel Gomes y la actriz Ana Moreira posan a su llegada al pase de Tabú en la 62ª Berlinale. Foto: Gerard Julien (AFP)

CARLOS REVIRIEGO (Berlín)

La última película que realizó F. W. Murnau antes de morir con 42 años se titulaba Tabú (1931). El maestro del fantástico mudo, autor de Nosferatu y Amanecer entre otras obras cruciales del cine primitivo, viajó a las islas Bora Bora con el maestro documentalista Robert Flaherty (Nanook, el esquimal) para filmar la trágica historia de un romance prohibido (o tabú) en el continente negro, filmando en escenarios naturales, dirigiendo a actores profesionales en interacción con los nativos. La fructífera combinación de códigos del fantástico y del melodrama con registros de lo real tenían entonces un carácter marcadamente experimental para el público de los años treinta, y el resultado es todavía hoy (quizá más que nunca) uno de los híbridos más fascinantes de la historia del cine. Para Eric Rohmer -de quien siempre hay que fiarse-, Tabú era la mejor película del que consideraba el más grande cineasta de la historia. Como declara su mismo título, el extraordinario filme que ochenta años después de aquel hito del cine mudo ha presentado en la Berlinale el portugués Miguel Gomes -autor muy apreciado entre determinada cinefilia por filmes tan audaces, posmodernos y hermosos como A cara que mereces (2004) y Aquele querido mes de agosto (2008)-, es una suerte de remake de la obra de Murnau y Flaherty. De momento, y sin grandes expectativas en el horizonte, es la película más importante que se ha visto en la sección competitiva del festival alemán. La única con gran cine dentro.



Si no fuera porque Murnau es una institución cultural en Alemania, seguramente un filme de formato tan radical como el de Gomes nunca hubiera entrado en la carrera por el León de Oro. Lo más lógico hubiera sido presentar Tabú en otra sección y hasta en otro festival más asociado al cine experimental, a las creaciones de autor y a la cinefilia. No es solo que el formato de pantalla sea cuadrado, la imagen en blanco y negro, que la mayor parte del relato transcurra en un enorme flashback con una voz en off rememorando un apasionado amour fou en la África colonial, sin diálogos (las voces de los actores están muteadas) y con algunos efectos de sonido. No es estrictamente cine mudo, sino una forma de narración más relacionada con los discursos de la memoria y la nostalgia, de la fantasmagoría onírica en busca de códigos visuales. El experimentalismo de Tabú apela a universos de ensoñación y representa un verdadero desafío para el espectador, convocando la polisemia en las múltiples capas que va añadiendo a su historia, yuxtaponiendo varios discursos formales, que van del melodrama a la canción pop (Be My Baby de Phil Spector juega un papel determinante) pasando por el slapstick. Un auténtico tour de force en el que la misma estética del cine ocupa el centro de sus preocupaciones.



Como el filme de Murnau, el Tabú de Gomes también está sesgado en dos partes, incluso comparten títulos: "Paraíso" y "Paraíso perdido". El primer bloque, protagonizado por Pilar, su ama de llaves caboverdiana Santa y su vecina Aurora, parece encontrar su inspiración en la melancolía lusa de Manoel de Oliveira, en su austeridad bressoniana para la puesta en escena y la actitud de las interpretaciones. La anciana Aurora es una ludópata que en su delirio pre-mortem ruega a Pilar que localice a un tal Luiggi Ventura, el único hombre al que amó en su vida, un bohemio y buscavidas con el que mantuvo un romance prohibido en su juventud, cuando pertenecía a la nobleza colonialista. La aparición de Ventura en la película da pie al segundo bloque -propiamente la reescritura del filme de Murnau-, activando un viaje en el tiempo (de su vida y del cine) en el que Gomes escenifica con desarmante extrañeza y originalidad, revitalizando los melodramas de principio de siglo, el relato de su pasional amor de adulterio con Aurora. Una vez que el filme descifra sus herramientas, la emoción y tensión que se va apoderando de esta hermosa épica romántica, recorrida de sensualidad y exotismo, donde se agolpan todo tipo de detalles novelescos (un cocodrilo, un grupo musical en los albores del pop, la bohemia burguesa, el contexto africano), acaba derivando en una escalofriante reflexión en torno a los ultrajes del colonialismo. "La memoria de los hombres es limitada, pero no la del mundo", dice en un momento dado Ventura, narrador de su propia tragedia. Una frase que se ajusta como un guante al filme del cineasta portugués, que sabe que la memoria del gran cine también es inmortal. Algo que han reconocido al final de la proyección algunos aplausos encendidos (no muchos, la verdad) en la sala, en contraste con el silencio indiferente que suele generar el estupor de las obras desconcertantes.



También se ha visto en la sección competitiva una de esas producciones alemanas que parecen llenar huecos en la exigida cuota nacional del certamen. El filme Was Bleit ("Lo que queda") es un muy convencional y hasta televisivo drama familiar dirigido por Hans-Christian Schmid. Aunque contada desde el punto de vista de uno de los dos hijos, Marko (Lars Eidinger), la verdadera protagonista del film es su madre, Gitte, que ha decidido dejar de tomar las pastillas para la depresión con las que lleva medicándose treinta años. Con cierta tosquedad dramática, imágenes tan despersonalizadas como el chalet Ikea en el que transcurre casi todo el filme, y carente del impulso para generar el necesario compromiso con las razones y emociones de los seis parientes, el filme va desatando y anudando tensiones, miedos y rencores en el hermético microcosmos familiar. Una "improvisada" performance musical en el núcleo del filme, que reúne a la familia alrededor del piano, ha despertado algo parecido al sonrojo en este espectador.