El cineasta japonés Hirokazu Kore-eda. Foto: Justy García
Es probablemente el cineasta japonés más importante de los últimos años. Obras como 'After Life', 'Nadie sabe' o 'Still Walking' le colocan entre los grandes maestros de la cinematografía asiática. Estrena este viernes en nuestras salas 'Milagro', un conmovedor y luminoso retrato de cómo dos hermanos pequeños experimentan la difícil separación de sus padres.
-Milagro supone un regreso al universo de Nadie sabe. Da la impresión de que es más optimista desde entonces.
-Cuando estaba rodando Nadie sabe estaba soltero y aún vivía con mis padres. En la época de Still Walking estaba casado pero no tenía hijos. Ahora tengo una hija de cuatro años y no sé si he madurado, pero sí ha cambiado mucho mi punto de vista hacia la familia. Eso se refleja en mis películas. No sé si se han hecho más optimistas con el tiempo, pero ahora surgen de la transformación que ha supuesto para mí la paternidad. Estoy seguro de que habrá una nueva etapa en mi obra cuando me haga viejo.
-Las familias problemáticas son una de sus más marcadas obsesiones. ¿Su propia experiencia ha influido en ello?
-Mis padres no estaban divorciados pero no puedo negar la influencia de mi vida personal. Ellos se llevaban muy mal y mi padre casi no pasaba por casa. Mi madre trabajaba y nos mantenía a los tres hermanos. De pequeño tenía siempre miedo de que mi padre no fuera a volver y de que mi madre nos abandonara. En mi subconsciente estoy traumatizado y a la hora de hacer películas esa experiencia se refleja. Creo que ha llegado un punto en el que lo he superado personalmente, pero de una u otra forma eso siempre formará parte de mí.
-En el filme retrata a tres generaciones: los abuelos, los padres y los niños. ¿Quería hacer un fresco sobre las edades del ser humano?
-El mundo de la infancia y el de la vejez están conectados. Vemos la relación entre esa niña que quiere ser actriz y marcharse a Tokio y su deseo de abandonar a su madre. También vemos a esos abuelos cuya hija ha desaparecido y su relación con esa niña. Hay varios hilos invisibles que relacionan a todos los personajes.
-Como es habitual en su trabajo, reserva momentos de gran poesía. ¿Cómo los plantea?
-Es una pregunta muy difícil. Siempre pienso en dos cosas. Desde el punto de vista de la narración, busco verosimilitud y realismo. Esa es la función meramente documental del cine. A esa realidad le añado amor, ternura... y ése es el sentido de todo esto. Se necesita la realidad pero también algo más. Con el cine buscas otra dimensión. Con las novelas, la poesía se busca con la escritura, y en el cine es la cámara la herramienta.
Hirokazu Kore-eda soñaba con ser novelista pero el cine se coló en su camino. Desde su primera película, Maborosi (1995), alcanzó notoriedad mundial al ganar el Premio del Jurado en el Festival de Venecia. Sus dos siguientes títulos, After Life (1998) y Distance (2001), se presentaron en Cannes y le dieron un pasaporte a los entusiasmos de la cinefilia. El humor y el humanismo han sido siempre dos tónicas muy marcadas en la obra de un cineasta que siempre ha gustado de introducir elementos sobrenaturales en sus filmes. Una mezcla entre melancolía y esperanza casa con el ojo clínico de Kore-eda para al mismo tiempo captar y ser benovelente con las pasiones humanas. Sus filmes recuerdan a veces la capacidad de Bergman para la penetración psicológica, pero también la del maestro Ozu para captar momentos de gran densidad poética. En After Life se cuenta un tránsito entre la vida y la muerte en la que los protagonistas deben escoger el momento más dichoso de su existencia. La fallida Air Doll cuenta la relación entre un joven solitario de Tokio y una muñeca hinchable que cobra vida. Su siguiente proyecto, en preparación y aún sin título, tratará sobre la tragedia de Fukushima.
-Como en Nadie sabe, los niños vuelven a ser protagonistas. ¿Se maneja bien con ellos?
-A la hora de trabajar con niños es mejor no tener una guía prefijada. Me adapto para extraer lo mejor de ellos. Tanto la cámara como yo intentamos captar sus momentos de improvisación. Hay niños que no necesitan ser dirigidos, conocen espontáneamente las palabras y los gestos. Sin embargo, hay otros, como la niña que quiere ser actriz en la película, que necesitan más indicaciones. Venía a hablar conmigo todo el rato durante el rodaje. Yo he trabajado con ambos tipos de niños, y es asombroso comprobar cómo algunos improvisan a partir de explicaciones muy vagas.
-No solo en lo que respecta a los niños, en Milagro ha trabajado con una mayoría de actores no profesionales.
-Me interesa mucho lo que pueden aportarme. Me gustan los trabajos de Apichatpong Weerasethakul o de Ken Loach, dos directores que también recurren a ellos. Lo mejor es poder combinar.
-En su obra uno siente una confluencia entre la tradición japonesa y la occidental. ¿Está de acuerdo?
-Totalmente. Cuando voy al extranjero es cierto que me siento muy japonés. Pero es innegable la influencia que el arte occidental ha tenido en mi trabajo. Los críticos suelen compararme con Yasujiro Ozu pero yo me veo más cerca de autores como Ken Loach o Víctor Erice. Yo diría que soy una mezcla entre los dos mundos.
-La música marca una diferencia con sus anteriores películas. Aquí es alegre y además omnipresente...
-Quería dar un enfoque totalmente nuevo a mi manera de trabajar el aspecto musical. Hasta ahora daba mucha importancia al contenido y solo incorporaba un poco de música entre algunas escenas. Al ser una historia de niños, en esta ocasión quería que la música acompañara y estimulara a los niños en su forma de vivir la vida como una aventura. Esa música alegre también compensa esa otra más triste.