Imagen de Adiós a la reina, con Diane Kruger como María Antonieta.

Año 1789, Palacio de Versalles. Los tres últimos días de la monarquía francesa. Tras 'Villa Amalia' (2009), el cineasta galo Benoît Jacquot narra el desmoronamiento de la realeza a través de los ojos de una sirvienta de María Antonieta en 'Adiós a la reina'. El filme, que inauguró el festival de Berlín, disecciona la condición humana desde las alturas monárquicas.

La realeza es la forma extraña con la que los hombres juegan a construir dioses. En su cuento Los dos reyes y los dos laberintos, Jorge Luis Borges imagina el destino necesario de un monarca que pretende imitar al mismísimo Dios. En Babilonia, el rey construye el más prodigioso y inextricable de los laberintos. Un escándalo. Porque, como dice el autor, "la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres".



La afrenta, pues eso es, será castigada como debe: con la muerte. Pero no una cualquiera, sino una lenta y suficientemente angustiosa como para poner en su sitio el orgullo real. El otro monarca del título arrojará en venganza a su enemigo al desierto: un laberinto sin trampa, sin muros, sin espejismo, sin más misterio que el silencio, primero, y la muerte, después.



El cuento de Borges, y sin ánimo de extraer moraleja alguna, no hace sino enfrentar al monarca al verdadero tamaño de su grandeza. O, de otro modo, colocar al hombre que hay detrás del oropel y la corona ante la desmesura de su arrogancia. Y surge la pregunta: ¿Cuánto mide realmente un rey? Difícil pregunta. Hasta para Borges. En Francia, por ejemplo, miden siempre algo menos. La cabeza, como en el pescado azul, no cuenta.



Benoît Jacquot tiene su propia teoría sobre la dimensión exacta de la realeza. Adiós a la reina, así se titula el último trabajo de su prolífica y literaria filmografía, quiere ser la más afinada reflexión sobre el asunto. De paso, y esto es lo que cuenta, se ofrece como un detallado estudio de la íntima desnudez del ser humano, sea rey o lacayo. No hay laberinto que le engañe, todo es desierto. No hay camino que conduzca a la salida. Todo es camino. De nuevo, como en la veintena de las adaptaciones que jalonan su filmografía, sus personajes respiran merced a la palabra que los habita. Esta vez, sobre la novela homónima de Chantal Thomas, y sin abandonar el gesto 'bressoniano' de sus primeros trabajos, sus criaturas escupen el texto, digámoslo así, ajenas al extraño y poco moderno artificio de la emoción.



De la mano de un reparto encabezado por Diane Kruger, Léa Seydoux y Virgine Ledoyen, el director de Villa Amalia reconstruye muy a su manera los tres días que rodearon a la toma de la Bastilla en julio de 1789; un tiempo en que el mundo cambió hasta ponerse del revés. Los desheredados se creyeron reyes y los reyes lo perdieron todo. Hasta la cabeza. Y así, en Versalles y desde las habitaciones de la siempre excesiva y fotogénica María Antonieta, Jacquot hurga en las heridas y debilidades reales de la realeza que se queda sin trono. Y quizá porque un rey destronado se parece demasiado a cualquiera, el espectador se ve de repente enfrentado a un espejo en el que no es difícil reconocerse. Y eso, pese a los siglos, los palacios y las pelucas empolvadas de distancia.



Una cuestión de punto de vista

Dice Jacquot que lo importante de su película es el "punto de vista". "En tres días y tres noches, el espectador no ve más de lo que es capaz de presenciar el narrador de la historia", explica. De hecho, la única que cuenta en toda la cinta es la lectora de la reina (Seydoux). Mientras París arde, a las habitaciones del servicio sólo llegan los chasquidos de la revolución, los lejanos ruidos del régimen que se desmorona. De esta forma, con un rigor inédito en la filmografía de Jacquot, la mirada del espectador es condenada a imaginarse el fulgor de lo que sucede al otro lado del palacio. Como ocurría también, no en vano, en María Antonieta, la película de Sofia Coppola. Fuera de campo, allí donde no apunta el objetivo de la cámara, ocurre todo; todo lo que finalmente cambiará el signo de los tiempos. Y tanto los personajes en la película como los que miran desde el patio de butacas, todos juntos en el mismo lado, son obligados a soñar la catástrofe. Siempre, nos pongamos como nos pongamos, necesaria.



Si en Rashomon, por citar el ejemplo canónigo, la realidad se desmoronaba y a la vez construía merced a todos los relatos posibles, ahora se trata de ir más allá. En su cinta de 1950, Akira Kurosawa quería que el espectador tomara partido merced a las múltiples versiones de un mismo acontecimiento. El espectador era juez. Ahora, la historia que el director obliga a reconstruir permanece oculta, no se ve. El espectador sólo asiste a una milésima parte, apenas unos indicios. Sólo cuenta el retrato fraccionado y convulso de una sirvienta, la lectora, enamorada de su dueña, la reina. Fuera, donde no apunta la cámara, el mundo entero se destruye para volverse a recomponer.



La película, resuelta en un triángulo amoroso lésbico y trágico, se ofrece de este modo como una invitación a pegar la nariz en el cristal y mirar la íntima mediocridad de casi todo, por muy majestuosamente real que sea. La idea, en realidad, no es otra que dar la vuelta a lo que uno entiende por una película de época. Donde, en la imagen ritualizada del rococó, antes había ‘glamour', polvo de arroz y elegante decadencia, apenas se acierta ahora a vislumbrar el óxido de los días, el olor agrio de las noches. Los reyes sudan.

Enseñanzas de Renoir

El guión, construido mediante unos diálogos que transitan cerca del caos, no hace sino seguir el paso al discurrir de eso llamado vida. Enseñanzas del maestro Jean Renoir. Y de este modo, los caprichos de una reina también enamorada, las envidias de unos cortesanos moribundos y el simple aburrimiento de la carne terminan por ofrecer la perfecta medida de cualquiera. Incluido un rey o una reina. Con o sin cabeza.



Adiós a la reina se ofrece a la mirada del espectador como un laberinto infinito por el que discurren un puñado de vidas, reales o plebeyas, necesariamente perdidas; vidas arrolladas por el devenir de la sangrienta Historia que las cobija. "La confusión y la maravilla", que diría Borges. Pero, poco a poco, el laberinto se desmorona hasta ofrecerse desnudo en toda su real crudeza. Detrás de los muros, los palacios y la Historia, detrás de los reyes, no hay nada más que el desierto. Desierto y guillotina.