Cine

Ulrich Seidl, otro consumado esteta en Cannes

Aunque con preocupaciones opuestas, el director y Wes Anderson coinciden en este rasgo, que se manifiesta de nuevo en sus últimos trabajos, Moonrise Kingdom y Paradise

18 mayo, 2012 02:00

Mateo Garrone, director de 'Gomorra', ha estrenado Reality, una fábula sobre los efectos delirantes que producen el olor a la fama

Muchos encontrarán sobrados motivos para confinar a Ulrich Seidl en esa división de cineastas de moralidad sospechosa, gélidos y cruentos con sus personajes, procuradores de lo grotesco y del patetismo. Cineastas de los que no puedes fiarte, porque miran a sus criaturas desde un lugar tan alto y distanciado que no sabes si filman desde la suficiencia o la estupefacción, el cinismo o la ironía. Podría ser al mismo tiempo la versión hardcore -centro-europea- de Todd Solondz, el primo políticamente incorrecto de Michael Haneke y el traductor cinematográfico de Houllebecq. Digamos que estaría en el lado opuesto de Wes Anderson, a quien nunca le entraría en la cabeza reírse de sus personajes o burlarse de sus disfunciones y mentalidades. El austriaco disecciona a sus criaturas como si fueran insectos y las encierra en una urna de cristal para espiarlas en sus momentos de más oscura intimidad. El autor de Los Tennenbaums (2001), sin embargo, parece en todo momento querer saltar al otro lado de la cámara para compartir con ellos sus aventuras quijotescas y ayudar a sus personajes en la consecuciones de sus sueños, porque los considera su familia, sus iguales.

Un fotograma de Paradies, de Ulrich Seidl

Aunque sus preocupaciones y concepción del cine sean diametralmente distintas, hay algo que sí tienen en común ambos cineastas: son unos consumados estetas que han creado un universo formal muy singular y reconocible. Son eso que con tanta generosidad se adjudica a otros que no lo merecen, es decir, autores cinematográficos. Lo hemos podido comprobar de nuevo en sus últimas creaciones, Moonrise Kingdom (Anderson) y Paradise (Seidl), y aunque la del norteamericano, que inauguró este 65 Festival de Cannes, no se cuente entre lo mejor de su filmografía -con demasiados personajes que son apenas esbozos, con un tramo central realmente pobre, pero con dos pequeños protagonistas que concentran toda la magia del filme-, la película de Seidl es probablemente el mejor trabajo que hasta la fecha ha entregado el autor de obras tan incómodas y escabrosas como Días perros (2001) o Import / Export (2007). Si no fuera por su manifiesta indagación en la escabrosidad, por la incomodidad perpetua que generan sus imágenes en el espectador, la película podría ser una firme candidata a la Palma de Oro. Hallazgos cinematográficos no le faltan.

Paradise está recorrida por un mantra, lo escuchamos una y otra vez en boca de cualquier personaje a lo largo de toda la película: "hakuna matata". Lo que vendría a ser "No problem" en suajili. Pero para la protagonista de la película, la voluminosa y solitaria Anna María (muy impresionante interpretación de Maria Hofsttäter), los problemas solo acaban de empezar cuando planta sus pies en las playas de Kenia, donde viaja de vacaciones con la secreta intención de vivir un romance. Seidl retrata el país como un parque temático del sexo, desde los ojos colonialistas de un ejército de turistas femeninas centroeuropeas (todas entradas en carnes y en años) que viajan al país africano con toda la intención de utilizar y dominar (y también humillar) a la población nativa para sus placeres sexuales y su regocijo. Anna se verá envuelta en varias situaciones que van cambiando su concepto del país, para descubrir que, por muy voluntariosa que sea, resulta imposible establecer con los nativos cualquier clase de vínculo que vaya más allá de la mera transacción comercial. La dinámica de dominación y sumisión que recorre el discurso central del film (con los efectos colonizadores en primer plano) va modificando su perspectiva, y pronto nos preguntamos si no son en verdad los nativos, en su papel de gigolós "enamorados", quienes ejercen ladinamente la burla y la dominación sobre las turistas occidentales, desesperadas por entregarse al hedonismo en un edén de libertinaje donde sus michelines, pieles arrugadas y senos caídos no son un problema para encontrar cada noche un superdotado compañero de cama. "Hakuna matata".

Hay un plano muy ilustrativo al respecto. Las turistas tumbadas en sus hamacas, friéndose al sol, en fila india a la derecha del plano; los nativos frente a ellos, a la izquierda del cuadro, de pie, en la playa, como si fueran los frutos prohibidos de un supermercado. Laurent Cantet se sumergió en un contexto similar en la película Hacia el sur (2005), en la que Charlotte Rampling viajaba a Haití en busca de lo mismo, pero allí donde Cantet se extraviaba en una inconsistente trama sentimental, Seidl muestra una extraordinaria capacidad para concentrar su discurso con tanta transparencia como complejidad, combinando astutamente los códigos naturalistas (diálogos improvisados, actores interpretándose a sí mismos, sin ningún asomo de autocensura, etc.) con la estilización de lo grotesco tan propia de su cine. No huye, más bien al contrario, de las situaciones escabrosas; no limita su discurso con correcciones políticas ni con implicaciones emocionales. En este sentido, el retrato que nos ofrece de África está en las antípodas de ese cine con "conciencia social" que parece dirigido por voluntariosos activistas de una ONG. Seidl es un etnógrafo con muy mala uva, un lúcido analista de los rincones oscuros del comportamiento humano, y no teme introducir en el tramo final de su película una larga orgía con contenido que roza el porno duro.

Fabulando con el gran hermano

Por su parte, el director de la rocosa, en el fondo convencional pero eficaz Gomorra, ha presentado a competición su segundo largometraje, Reality, una fábula sobre los efectos delirantes que producen el olor a la fama, colocando la franquicia italiana del 'reality' Gran Hermano en el centro de su historia. El plano cenital que desciende a un carruaje de caballos recorriendo las calles de Nápoles, con la reconfortante música de Alexandre Desplat, establece los parámetros de ago parecido a un cuento de hadas que a lo largo el metraje va mostrando su reverso oscuro y desquiciante. Los primeros 45 minutos de Reality son excepcionales, una propuesta de inmersión absoluta -steady-cam muy cerca de los personajes- en el populoso mundo napolitano de locuacidad y celebración festiva, retratado a través de una familia tan folclórica como entrañable. Luciano (Aniello Ariena) es un simpático y atractivo pescadero que lleva un 'showman' dentro y a quien su familia le convence para presentarse al casting de Gran Hermano. Su obsesión ante la posibilidad real de entrar en la casa vigilada, cuando empieza a oler el enloquecedor perfume de la fama, cambia radicalmente su perspectiva de las cosas, y emerge entonces el discurso crítico del film con la sociedad mediática y los efectos paranoicos de la telebasura. El segundo tramo de la película, que deja mucho que desear respecto al primer acto, se abisma en la sociopatía y la autoindulgencia, con escenas muy estiradas y pobres soluciones dramáticas.

Un momento de Reality, de Mateo Garrone.

Garrone dispone sobre la pantalla multitud de referencias, proponiendo un popurrí de formas que se quiere felliniano, con elementos de ciencia-ficción -que evocan a veces a la serie Black Mirror-, de fábula social y también de la habilidad para la construcción de personajes de Scorsese. De hecho, uno de los canales dramáticos más interesantes de la película, pero que no adquiere suficiente peso, es el que remite directamente a la extraordinaria joya El rey de la comedia, un estudio oscuro y pesimista sobre la sociopatía asociada a la celebridad y al show business. Una asociación que refuerza el parecido físico de Ariena con el joven Robert de Niro. Las interpretaciones, con su consumado retrato de la comunidad napolitana, son de hecho lo más destacado de un filme que de haber mantenido su energía inicial sería poco menos que memorable, pero que al perder fuelle en su segundo tramo acaba por revelar todas sus inconsistencias. Una de ellas, quizá la más sangrante, es que se va alejando paulatinamente de los sueños de sus personajes, adentrándose en territorios maniqueístas y de extrema manipulación, para acabar contemplándolos desde el lejano cielo de la indiferencia y de la burla, ahí donde nada de lo que nos cuenta puede ya dolernos. Hasta Ulrich Siedl, quién lo iba a decir, siente más compasión por sus criaturas.