Uno de los niños protagonistas de Moonrise Kingdom.
Una isla en la costa de Nueva Inglaterra, un grupo de 'boy scouts', una familia disfuncional y dos niños que hilan su propia aventura. Wes Anderson, uno de los grandes autores del cine estadounidense, vuelve a sorprendernos con 'Moonrise Kingdom', un delicado trabajo sobre la melancolía de la infancia.
Sentimiento solidario
En su último largometraje, Moonrise Kingdom, aunque parezca centrarse en un tema insólito en su cine -el primer amor de la infancia-, el sentimiento solidario permanece intacto. "La primera inspiración fue la historia de dos chicos de doce años que se enamoran, pero era una idea que estaba muy sumergida. El punto de partida era en verdad contar una experiencia de infancia, aquello que deseé que me hubiera ocurrido cuando tenía esa edad", sostiene Anderson. Y con doce años, Anderson, nacido y criado en el Medio Oeste americano, empezaba a jugar con una cámara Super 8 para recrear En busca del arca perdida. Mucho ha llovido desde entonces. Si hasta ahora los protagonistas de sus películas han sido mentes infantiles en el cuerpo de un adulto perturbado, ahora son adultos atrapados en el cuerpo de un niño no menos perturbado. En cierto modo, la edad preadolescente de Moonrise Kindgom emerge como el destino natural de su filmografía, un punto sin retorno en el que la locura y la inocencia son caras de la misma moneda. O en el que, como escribió Philip Engel, "los mayores son niños y los niños están locos". ¿Pero en qué medida puede un autor cuyas películas son siempre iguales, pero siempre algo distintas, cambiar las coordenadas de sus cuentos? El de Moonrise Kingdom, al estar ambientado en el verano de 1965, justifica narrativamente por primera vez el sentimiento ‘vintage' que recorre el cine de Anderson: la sublimación pop en connivencia con una poderosa melancolía. "Mi idea era que la historia transcurriera justo en ese momento en el que todo está a punto de cambiar. No sólo la vida de los chicos, sino el país entero. Cuando estos niños cumplan 18 años vivirán en una América distinta", explica el autor de Viaje a Darjeeling (2007). Es como si las etiquetas de estilo de su cine se justificaran mediante los escenarios y los personajes del guión, que ha coescrito con Roman Coppola.El patio de recreo es en esta ocasión una isla de la costa de Nueva Inglaterra y la fauna está compuesta por una tropa de boy scouts y por la familia Bishop -obviamente disfuncional, habitante de una mansión de estética kitsch-, encabezada por Bill Murray y Frances McDormand, ambos abogados. Pero el filme se centra en dos criaturas desvalidas: Sam y Suzy (los debutantes Jared Gilman y Kara Hayward), que escapan de sus disciplinas -el campamento scout y el desquiciado entorno familiar- hacia terrrenos inexplorados, en busca de su aventura vital.
Como si fueran las versiones naif (aunque no del todo inofensivas) de Kit y Holly, los proscritos de Malas tierras (Terrence Malick, 1973), la huida de la jovencita pareja pone en jaque a las autoridades de la isla, comandadas por el sheriff local (Bruce Willis), el líder scout (Edward Norton) y la representante de Servicios Sociales (Tilda Swinton). Podríamos reprochar a Moonlight Kingdom que desaprovecha el infinito potencial de un reparto que completa el gran Jason Schwartzmann, con personajes apenas esbozados en pequeñas pinceladas, si bien la tendencia caricaturesca siempre ha definido las multipobladas historias del director de Life Aquatic (2004). Su intención era acotar el protagonismo a Sam y Suzy, dos misfits -él es huérfano y llevas gafas de culo de botella, ella escucha a la cantautora francesa François Hardy- que ingresan directamente en su catálogo de excelsos outsiders. Anderson invirtió ocho meses buscando entre cientos de niños a los protagonistas de esta fábula sobre la orfandad y la diferencia. "Me inspiré bastante en Black Jack, que es tanto un cuento de hadas como una película muy realista y auténtica", asegura Anderson, quien aparte de reconocer su deuda con el filme de Ken Loach en torno al romance de dos niños en la Inglaterra del siglo XVIII, también apela a Melody (1971), de Warris Jussein, y a la seminal Los cuatrocientos golpes (1959) de Truffaut.
Nostalgia y decepción
La tristeza esencial que parece definir a Moonrise Kingdom, esa nostalgia y decepción existencial que circulan bajo su piel colorida y divertida, envolviendo la precisión compositiva de sus tableux vivants y las cuidadísimas, elegantes y precisas planificaciones de las escenas -especialmente el montaje de un hermoso intercambio epistolar- no son en ningún modo habituales en los retratos de infancia y juventud que ofrece el cine norteamericano. Pero ese sentimiento siempre ha acompañado al cine de Wes Anderson, desde su debut con la rupturista Bottle Rockett (1996) a la inolvidable Fantástico Sr. Fox (2009), donde no sólo exploraba las técnicas de animación, sino que llevaba el mundo antropomórfico de Roald Dahl a su propio universo para entregar probablemente su mejor película. O al menos aquella en la que con más claridad encontró el equilibrio entre sus ambiciones y sus resultados. "Al ser una animación, tenía un control absoluto de la película", recuerda.Anderson no recurre en esta ocasión al habitual catálogo de hits musicales que pueblan sus filmes, extendiendo ese barniz de encantamiento pop sobre la superficie de las cosas, y aparte de Le temps de l'amour de Hardy -que los chicos bailan en una escena crucial- y algunos temas de Hank Williams, la poética musical de Moonlight Kingdom se construye a partir de las piezas del barón Benjamin Britten. Por segunda vez, Anderson ha trabajado con el músico francés Alexandre Desplat -responsable del score de El árbol de la vida-, "que ha hecho con la música de Britten lo que éste hizo con la de Purcell, es decir, una serie de variaciones". Un delicado trabajo que refuerza la melancolía de la primera edad, pero siempre inmune a los impulsos depresivos, y que se hace presente en los momentos de ternura en ebullición tan propios de este esteta del cine americano. Una vez más, al final del cuento aflora aquello por lo que Anderson sigue haciendo cine, y probablemente lo más importante de sus películas: la necesidad esencial de soñar.