Michael Parks en Red State, de Kevin Smith



Acaso no hay mejor modo de reflexionar sobre el fanatismo religioso que apelando a sus consecuencias. Las causas son conocidas, pero sus efectos son del todo incontrolables. A eso es a lo que aspira Red State, la nueva película de Kevin Smith. Y probablemente lo hace del modo más honesto posible, es decir, concibiendo una película igualmente incontrolable, sensible en todo momento a perder los papeles y cambiar de rostro.



Quien fuera recibido como el mesías de la comedia indie en los noventa -su película Clerks, junto a Pulp Fiction (ambas de 1994), se convirtió en "la palabra" de la cinefilia adolescente-, y después se perdiera en una indigesta nube de películas-chiste -Jersey Girl (2004), Clerks 2 (2006), ¿Hacemos una porno? (2008)...-, regresa ahora con una propuesta tan inesperada como certera, una provocación que no lo es tanto por lo que cuenta como por el modo en que lo hace. El propio Kevin Smith, como Béla Tarr, como Steven Soderbergh, ha dicho que con esta película se retira del cine.



Si fuéramos taxativos, algo muy frecuente en la crítica cinematográfica, diríamos que Red State es una película de terror extremadamente irregular. Pero no. No es una película de terror aunque contenga elementos propios del género -víctimas inocentes, mucha sangre y algunos sustos-, y sus manifiestas indecisiones responden más bien a la creciente anarquía dramática que se apodera de su narrativa, aquello que acaba otorgando personalidad y sentido a una película que, si hubiera seguido las reglas de manual, no merecería la menor atención.



Red State comienza como lo hacen los filmes de instituto -donde una profesora alecciona políticamente a sus alumnos-, si bien acaba convirtiendo lo que parecía una aventura sexual juvenil a lo Judd Apatow en el infernal escenario de una matanza tan delirantemente norteamericana como la de Waco, Texas, con un ejército de fanáticos homófobos enfrentado a las fuerzas militares. En el medio, los tres jóvenes que sólo querían montárselo con una prostituta. Con su carácter artificiero, Red State no sólo subvierte las leyes de los géneros, también las del protagonismo, como aquella según la cual el personaje más recto moralmente no puede desaparecer. Aquí nadie es inmune, todo ocurre de forma veloz y puede morir hasta el apuntador. Los tres estudiantes pierden el protagonismo ante el discurso catalizador del reverendo interpretado por Michael Parks -donde a base de enlazar conceptos justifica el asesinato de homosexuales con los Envangelios-, quien a su vez lo pierde ante la aparición del agente interpretado por John Goodman, encargado de asaltar la iglesia donde el reverendo y sus acólitos han secuestrado a los tres estudiantes. Kevin Smith ya arremetió contra los fanatismos religiosos en la satírica Dogma (1999), si bien aquí parece burlase tanto de ellos como de los agentes del Gobierno, organizaciones igual de ridículas en sus comportamientos y actitudes. Al fin y al cabo, son las convicciones del mundo adulto, parece decirnos Red State, las que acaban aniquilando los inofensivos sueños de la juventud.