Andrew Garfiled en The amazing Spider-Man

The amazing Spider-Man salta directo a nuestras butacas de la mano de Marc Webb (director) y Andrew Garfield (protagonista).

Tod Browning fue el primero (o el más violento) en imaginar una sociedad sin reglas, un universo imposible en el que las delgadas líneas que separan la normalidad de lo monstruoso son definitivamente borradas. El resultado es, como no podía ser de otro modo, el horror. La moraleja, llamémosla así, de Freaks. La parada de los monstruos es sencilla: lo que garantiza la seguridad de un mundo habitable es la defenestración de todo aquello que lo pone en peligro. Tan brutal, tan inmisericorde. Lo otro, lo ajeno, lo que parece extraño, es, por definición, una amenaza.



No por casualidad, la obra maestra de Browning fue desde el principio ya no sólo un fracaso evidente (el más brillante de la Warner), sino una película insoportable. Y aún lo sigue siendo. Una de las reglas para que lo normal parezca normal es confiar con fe ciega en su naturalidad. De otro modo, la gente normal se cree normal de forma natural. Lo que hizo Browning, y de ahí su brillante perversidad, fue algo tan sencillo como desvelar la feroz falsedad de esta última afirmación. De repente, detrás de cada familia, de cada sujeto con corbata y agazapado en cada uno de los gestos cotidianos se esconde la más violenta de las exclusiones. Si hay algo anormal es la propia normalidad. Y eso vale tanto para la protagonista de la película que aspira a timar al enano como a la comunidad de freaks que sólo aceptan en su seno a los "normalmente anormales". Tan confuso como terrorífico.



Un sujeto extraño

Spiderman, y aquí queríamos llegar, es un freak, un monstruo, un sujeto extraño que envenena la ‘normalidad', cualquiera de ellas, con su sola presencia. The amazing Spider-Man, la nueva entrega del arácnido firmada por Marc Webb, no hace sino incidir en la naturaleza entre dos mundos del personaje creado por Stan Lee. La idea es mezclar la propia taxonomía del adolescente con la del monstruo.



Cuentan que en 1961, ante el acoso de los competidores de DC Comics, Stan Lee recibió el encargo de renovar la producción de la casa Marvel. En asociación con el genio de Jack Kirby creó Los 4 fantásticos y en los tres años posteriores verían la luz The X-men, Hulk, Thor, Los Vengadores, Iron Man y, por encima de todos ellos, Spiderman. La historia es conocida. De repente, los superhéroes descubrieron su humanidad. Que es como la gente educada llama a la maldad, a la posibilidad de equivocarse, al monstruo que, lo queramos o no, habita en nosotros, superhéroes o supermortales. Peter Parker sufre más por el tormentoso silencio de su peculiaridad que por el acoso de todos los duendes verdes de los que fue capaz el talento de Lee-Kirby. Spiderman o la gracia de su desgracia.



Del shock a la reconciliación

Sea como sea, el gran logro de Lee no fue otro que domesticar, hacer digeribles para todos (incluidos los adolescentes) las reglas que nos hacen ser lo que somos en nuestra cómoda normalidad. Lo que en Browning se vivió (y aún se vive) como un ‘shock', en la literatura de papel barato se experimenta como una reconciliación. Los seres extraños de La parada de los monstruos están condenados a la oscuridad porque su sola existencia es la más brutal de las amenazas. Cruel y, por ello, inhumano. Spider-Man, el más humano de los superhumanos, construye su vida entera alrededor de la idea de ser aceptado, de ser normal. Pero tiene que ser un ‘anormal' superhéroe. Contradictorio y, por ello, una misión definitivamente imposible. Por supuesto, The amazing Spider-Man, la película, es completamente ajena a la radicalidad de su propuesta. Y es ahí, en su domesticación de la anormalidad (es un blockbuster, no lo olvidemos), donde desconcierta y, ya que estamos, anima a recuperar el clásico de Browning. Tal cual.