Ernest Borgnine en 2011, durante los Screen Actors Guild Awards en Los Angeles. Foto: Reuters



Creo que la última vez que disfruté de su magnética presencia en la pantalla fue en el cortometraje USA de Sean Penn, uno de los más controvertidos del largometraje colectivo 11'09''01 (y que puede verse al final de esta noticia). El peso interpretativo de un anciano Ernest Borgnine (Connecticut, 1917 - Los Angeles, 2012) se suma al peso político de la pieza: la luz entra en la vivienda del anciano cuando se desploman las torres gemelas del World Trade Center. A su modo, el filme trataba de la vida y la muerte, de una posibilidad de resurgimiento. Recio, orondo y fortachón, pero con rostro de buena persona, Borgnine nunca deslumbró con la luz artificial de las estrellas hollywoodenses -lo más cerca que estuvo fue con el Oscar que consiguió por Marty (Delbert Mann, 1955), en compeitición con James Cagney, Frank Sinatra, James Dean y Spencer Tracy-, pero labró su carrera medianete personajes secundarios de poderosa influencia, bajo el estigma de poseer un rostro poco agraciado, aunque de ojos tremendamente expresivos, en el museo de bellezas de la industria.



Tenía esa cualidad italo-americano que alimentaba el carisma de grandes intérpretes, como luego lo serían Ben Gazarra o Joe Pesci, a quienes uno no puede evitar asociar como integrantes de una misma casta, una misma clase de personalidad, dispuesta siempre a interpretar roles de constitución dura, áspera, en ocasiones cruel. Fue su madre quien, cuando Borgnine regresó del ejército tras una década sirviendo en la Marina de Estados Unidos, al acabar la II Guerra Mundial, le animó a probar suerte en la industria del espectáculo. Debutó en Broadway dando vida a un enfermero en Harvey. Luego llegó el cine. Entre sus primeros trabajos (ha fallecido con 95 años y practicó el oficio durante seis décadas), le recordamos como el sargento que propina una paliza a Frank Sinatra en De aquí a la eternidad (Fred Zinnemann, 1953), o como uno de los matones que hace la vida imposible a Spencer Tracy en Conspiración de silencio (John Sturges, 1955). Entre ambas producciones, dejó su marca en los clásicos del western Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954) y Veracruz (Robert Aldrich, 1954). Pero su papel inmortal en el género por excelencia del cine americano sería el de Dutch Engstrom, uno de los sangrientos pistoleros del Grupo Salvaje (1968) de Sam Peckinpah, que acunaba un rifle en sus brazos como si fuera un bebé, que intercambiaba la ternura y la locura en su mirada encendida.



El núcleo alimenticio de su carrera actoral se gestó en papeles televisivos -el popular Quinton McHale de la serie Barco a la vista (1962)-, si bien interpretó no menos de un centenar de personajes cinematográficos. A lo largo de las décadas, participó en filmes memorables y en compañía de grandes intérpretes como Bette Davis en The Catered Affair (Richard Brooks, 1956), Rock Hudson en Estación polar Cebra (1968) o Lee Marvin en El emperador del Norte (Robert Aldrich, 1973). Sin abandonar su prestigio actoral, que demostró en papeles tan desafiantes como el del director del FBI en Hoover (Rick Pamplin, 2000), a lo largo de su dilatada carrera se especializó en superproducciones históricas y de acción como Los vikingos (Richard Fleischer, 1958), Torpedo Run (Joseph Penvey, 1958), Barrabás (Richard Fleischer, 1961), Doce del patíbulo (Robert Aldrich, 1967) o La aventura del Poseidón (Ronald Neame, 1972). Su última actuación ha sido para le película (todavía inacabada) The Man Who Shook the Hand of Vicente Fernandez, que protagoniza en la piel de un anciano resentido porque nunca ha conquistado la fama ni ha encontrado un sentido a su vida. De lo primero no andó sobrado, pero sí de lo segundo.