Fotograma de A Roma con amor.

La primera pregunta que todo el mundo se hace sobre la nueva película de Woody Allen es la siguiente: ¿Es tan mala como se dice? Pues sí, es tan mala. El tour europeo de Woody Allen, que ejerce de turista con chancletas y calceto blanco sin complejos, parece ir de mal en peor. Me gustó, contra viento y marea, todo hay que decirlo, Vicky Cristina Barcelona (el título más horroroso de la historia del cine), no tanto Midnight in Paris, que es muy chorras y A Roma con amor ya es la traca. Allen, a sus 77 años, parece estar de vuelta de todo y da la impresión de que no es que haga las películas que le gustan, es que las hace porque le gusta hacerlas sin más. El primer encuentro romántico (una neoyorquina con mapa y un romano moreno y latinoso) ya da una idea de hasta qué punto a Allen le importa un rábano la originalidad o la sorpresa.



Ambientada en una Roma de postal, como hiciera anteriormente en los títulos citados, aquí se vuelve a imponer la mirada del americano pijo y americano hasta las trancas, enfrentado a una cultura pintoresca e incluso hostil como la europea. Con grandes actores como Jesse Eisenberg, Alec Baldwin, Penélope Cruz o Roberto Benigni (hay que ver cómo le gusta a Allen llenar sus películas de celebrities), el filme narra los habituales dilemas del corazón de una serie de personajes felizmente emparejados pero ansiosos por buscar nuevas emociones. A todo ello hay que sumar al propio Woody Allen, interpretándose a sí mismo y repitiendo sus propios chistes de siempre sin asomo de querer renovarse lo más mínimo. Eso sí, volverlo a ver siempre es estupendo, como uno de esos amigos ya un tanto pesados y cansinos a los que seguimos adorando.



Una película de Woody Allen, incluso las peores, es una película de Woody Allen y hay cosas graciosas. Lo mejor es esa puta interpretada por Penélope Cruz (emparejada con aquella otra maravillosa de Desmontando a Harry) que proporciona un cierto arrebato y pasión a una película languidecida en la que el maestro da la impresión no solo de copiarse, incluso de imitarse a sí mismo con una trama de enredos folletinescos muy lejos de sus mayores gestas. Y hay más chistes divertidos, el cantante de ópera que necesita estar en la ducha para dar lo mejor de sí (un claro homenaje al disparatado surrealismo de la comedia italiana clásica) o gags como Allen ofreciendo a su propia mujer como escudo cuando van a acuchillarlo.



Sorprende también la comparación de culturas que Woody Allen establece en esta película. Los americanos son capitalistas, desprecian lo público y encuentran a los sindicatos un problema. Los europeos aman la buena vida, no les preocupa tanto el dinero, son más conservadores en asuntos sociales y pueden llegar incluso a ser comunistas. Lo más curioso del asunto es que Allen, que siempre ha sido un pijo o sea que quizá no es tan curioso, parece mucho más cercano al modelo que adjudica a su país que a los europeos. La historia de Benigni, una farsa bastante convencional sobre la estupidez de la telerrealidad y la fama barata de nuestros días, o la propia del cantante de ópera parece suscribir la misma tesis que un reciente anuncio de Mitt Romney contra Obama según el que el presidente, como los europeos, "odia el éxito".



De esta manera, el viejo continente perdería frente a su socio y enemigo trasatlántico por despreciar el esfuerzo individual y no premiar el mérito. Es una conclusión sorprendentemente republicana y muy obvia que se puede sacar de la película. Quizá es que Woody tiene razón y los europeos, como Obama, "odiamos el éxito" o que Woody ya es un poco viejecito.