Javier Rebollo, Valeria Alonso y José Sacristán.
François Ozon, a sus poco más de 40 años, atesora una de las filmografías más nutridas y complejas del cine francés. Autor de películas como Sobre la arena, Swimming Pool, Potiche o Ricky en el que da cuenta de su estilo artificioso y recargado y al mismo tiempo de algunas obsesiones: la distancia entre realidad y ficción, la idea del terror intrínseco en la idea de belleza o los deseos frustrados de mujeres que se refugian en la fantasía para afrontar una realidad gris que no les permite brillar.El cineasta ha presentado En la casa, una de sus mejores obras a pesar de un final que no le hace justicia. Adaptación de una obra de teatro de Juan Mayorga, la película cuenta la historia de un chico de 16 años dotado para la literatura y su profesor fascinado por su relato de una familia de clase media en la que el chaval, huérfano de madre, quiere integrarse para superar su soledad. Su mirada es perversa, el chico se "burla" de la normalidad de esa familia ciertamente poco refinada y al mismo tiempo desea encontrar en ellos el afecto que no encuentra en su casa. Como una especie de "lolito", o como el protagonista de Teorema, película que se cita, su construcción del relato aborda los límites entre creación y realidad, la forma en que la mirada del artista no solo reproduce la realidad sino que también tiene la capacidad de trascenderla y guiar su curso. La película tiene un arranque fantástico y el punto de vista de Ozon resulta fascinante: por una parte nos repelen los actos del niño, por la otra no queremos que deje de hacer lo que está haciendo, o sea, espiar y desestructurar la existencia de unas personas enamoradas de su cándida sonrisa que poco a poco irán sucumbiendo a su juego. Un final demasiado previsto por el guión al que no se llega de forma natural desluce un tanto un filme que tiene amplias posibilidades de alzarse con la Concha de Oro.
Outsider del cine español y quintaesencia de un cine de autor que no admite concesiones a lo convencional, nadie duda que Javier Rebollo posee una de las miradas más personales y a ratos geniales del cine español. No me gustó, incluso nada, Lo que sé de Lola y sí sentí entusiasmo por su nueva película El muerto y ser feliz. Me preguntaba si el director lograría fascinarme o me provocaría el mayor de los tedios con su nueva película y la respuesta es que las dos cosas. José Sacristán, un buen actor con el que me cuesta mucho empatizar, interpreta a un asesino a sueldo que no asesina y que se escapa del hospital para, cargado de morfina, realizar un viaje catártico por Argentina mientras asume que un cáncer acabará devorándolo.
Una machacona voz en off acompaña todo el relato, bien subrayándolo o bien contradiciendo lo que vemos en pantalla, lo cual es un recurso a veces audaz y a veces rozando lo insoportable. Estructurada como una comedia, la película es mejor cuando uno se ríe que cuando se supone que uno se debería emocionar por el lirismo de algunas de sus imágenes con voluntad poética. De esta manera, nos encontramos con una película inclasificable que algunos es posible que encuentren el no va más de la vanguardia y la innovación pero con la que al final me resulta muy difícil empatizar. Rebollo ha arriesgado y eso siempre se agradece y sigue teniendo una capacidad para la estética ciertamente intensa, pero su ensimismamiento da la impresión de que muchas veces Rebollo se gusta a sí mismo demasiado.