Juan Antonio Bayona e Ewan McGregor en San Sebastián. Foto: REuters.

Hoy ha sido el gran día de Juan Antonio Bayona, J para los amigos. Lo imposible, un artefacto carísimo en tiempos de zozobra, ha convocado todas las miradas mientras muchos se preguntaban aquello de qué tal la película más anunciada del cine español en años y otros (¡qué país!) es posible que esperaran que Bayona se metiera el batacazo del siglo por aquello de cortar las alas a quien trata de volar demasiado alto. Esto es España, amigos. Mientras el Gobierno se dedicaba a anunciar unos recortes que dejan al depauperado cine español a las puertas de la bancarrota absoluta, el grandioso espectáculo propuesto por Bayona se antojaba como esos míticos violinistas del Titanic que seguían tocando mientras el barco hace aguas.



Ni desastre ni exitazo, la película de Bayona tiene algunas cosas muy buenas y otras que no tanto. Las buenas, una puesta en escena sencillamente admirable en la que el director barcelonés vuelve a demostrar un olfato audiovisual de primer orden. Los primeros 40 minutos son realmente apabullantes y lo mejor del filme son esas escenas en las que una Naomi Watts con la ropa hecha jirones deambula en un paisaje espectral tratando de salvar la vida y la de un niño extraño y enigmático (El orfanato en el recuerdo).



Bayona, que ejerce como Spielberg sin complejos, no se arredra a la hora de crear un grandioso delirio de los buenos sentimientos. El ser humano, despojado de todo, se queda en lo bueno. Hobbes no tenía razón, cuando estamos en taparrabos y nos quedamos sin nada, somos solidarios. No hay asomo de cinismo en la película y eso es un mérito. Bayona también sortea el peligro de deleitarse en la desgracia ajena y sus imágenes transmiten genuino respeto por una tragedia real e inmensa. El filme también sortea otro peligro inminente, crear una fábula sobre los buenos sentimientos "a la americana", eso de que los protagonistas descubran el verdadero valor de la vida en medio de la desgracia. Las malas noticias, que también las hay, son que al filme le falta una historia sólida que contar. Queriendo convertir a Ewan McGregor y Watts en representantes del ser humano con mayúsculas falta profundizar en los personajes y crear verdaderas criaturas. Uno no sabe nada, o casi, sobre ellos, y cuando la película termina tres cuartos de lo mismo. Hay una regla básica en narrativa, los personajes deben cambiar del principio al final de la película, y aquí no cambian porque no son desde el principio.



Nada que objetar a la apuesta por el melodramatismo, sí bastante a la falta de profundidad psicológica de unos seres demasiado universales para resultar creíbles. Lo imposible, de todos modos, no es mala. Podría haber sido mejor, pero el talento de Bayona es innegable y el cine español triunfa en donde ha triunfado pocas veces, a la hora de generar épica y emoción. Sin duda, Fernando González Molina, el primo hermano del cineasta, no está solo. Aquí, más que nunca, el público tiene la última palabra.



En Nuevos Directores una apuesta de altura, Animals, de Marçal Forés, una película a contracorriente que a ratos parece un remake de aquella mítica Donnie Darko. Es un filme irregular, profundamente imperfecto, en el que no sólo se advierte el pulso y la sangre del verdadero riesgo, también destellos de verdadera profundidad y ambición artística. Hay un chico que habla con su oso de peluche, una extraña mezcla entre catalán e inglés, una violencia soterrada pero casi nunca gratuita y dosis de emoción y dolor que nos suenan reales y eso, dolorosos. Es un filme que bebe de Gus Van Sant, de Larry Clark y de Cronenberg, una película absolutamente atípica que consigue que nos olvidemos de sus excesos (el simulacro de matanza, no digo más) para recordarnos lo mucho bueno que contiene, una reflexión sobre la dificultad de madurar, un cuento perverso sobre la pérdida de la inocencia. Es una película importante para nuestro cine como lo es la de Bayona pero absolutamente distinta.



Carlos Sorín ha presentado a concurso Días de pesca, en la que regresa a su querida Patagonia. Desde luego, Sorín no pasará a la historia del cine porque sus películas jamás alcanzan la verdadera genialidad. Pero su universo es entrañable, reconocible, y tiene encanto, mucho encanto. Sus fans no se sentirán decepcionados y quienes gusten de sus gracias, como yo mismo, las seguirán riendo. En esta ocasión se trata de un cincuentón egoísta ansioso por hacer las paces con su hija mientras trata de pescar tiburones. Y aunque no haya nada nuevo ni realmente fantástico, bienvenido sea el cine modesto, simpático y tierno de un director dotado de humanidad y eso, encanto.