Robert Pattinson y Paul Giamatti (al fondo) en Cosmopolis



No todos los cineastas tienen el talento (y la visión) para hacerlo posible: que la forma y el contenido sean inseparables, imperceptibles entre sí. Es el propósito de todo arte mayor. Cuando el contenido no es visible de forma inmediata, la única suposición lógica es que la forma es el contenido. Algo así ocurre en los primeros compases de Cosmopolis, sublime adaptación realizada por David Cronenberg de la profética novela homónima que escribió Don DeLillo en 2003 sobre el colapso del capitalismo.



El contenido, una brillante metáfora: Eric Packer (Robert Pattinson), un superdotado asesor de inversiones, surca en una limusina blanca la capital financiera del planeta, mientras las calles de Nueva York se paralizan y se incendian. Su destino: una peluquería al otro lado de la ciudad, donde le cortaban el pelo cuando era niño. Varios eventos confluyen en la metrópoli (un congreso de Jefes de Estado, el funeral de un artista, una manifestación política), pero el caos acontece al otro lado de los cristales oscuros, blindados contra ruidos y proyectiles. Porque la película, como la novela, permanece en el interior del vehículo, donde Packer mantiene abstractos diálogos con sus asesores (Jay Baruchel, Juliette Binoche, Samantha Morton), su médico privado, su mujer, etc. A Packer debería moverle el dinero, pero le mueve el sexo. El causante de la hecatombe financiera, que apuesta su fortuna contra la subida del yen, atraviesa como un fantasma las calles de la ciudad óbice a lo que ocurre a su alrededor. "El espectro del capitalismo recorre el mundo", anuncian las pantallas de Times Square. Su limusina equipada con todo tipo de artefactos tecnológicos -la nueva carne de Cronenberg- adquiere cualidades fantasmagóricas.



La forma también tiende a la abstracción. Desde sus títulos de crédito inscritos sobre pinturas de Rothko, Cosmopolis asume que su cualidad narrativa obedece a términos y sensaciones líquidas, a un lenguaje capitalista que pareciera diseñado para diluir responsabilidades. El estilo visual nace de los diálogos mecánicos y deshumanizados escritos por DeLillo, tan densos que la película pide una segunda y tercera visión/audición, de modo que Cronenberg apuesta todas sus cartas por un cine de la palabra. El lenguaje, la forma, como medio y como fin. "La lógica extensión de los negocios es el asesinato", escuchamos. Cosmopolis remite antes a una película de Manoel de Oliveira que a la del autor de Videodrome (1983), quien siempre ha concentrado la energía visual en los traumas y transgresiones de la carne.



Pero no nos preocupa. Las pulsiones de Cronenberg siguen estando ahí: la tecnología, el deseo carnal, la violencia. Como lo estaban en Un método peligroso (2011), película también edificada sobre cimientos verbales, y con la que Cosmopolis conforma un díptico de las patologías del siglo XX. Eric Packer concentra en su ser los legados intelectuales de Freud y Jung. Impulsado por el sexo y el eco de la infancia, sabe que un orden indescifrado (¿el de los mercados financieros?) rige el destino de los hombres.