Ricardo Darín y Luis Tosar, parte del amplio elenco de Una pistola en cada mano
Cesc Gay compone en 'Una pistola en cada mano' un brillante retrato generacional de la derrota. El autor de 'En la ciudad' muestra de nuevo su fina sensibilidad para convocar las angustias de nuestro tiempo dejando que el espectador rellene sus vacíos.
El cine de Cesc Gay (cuánto debió de sufrir este hombre en el colegio cuando pasaban lista) es básicamente, y con perdón, una cuestión de huevos. O, si se prefiere, un problema de proteínas. Pongamos Una pistola en cada mano. Sobre la pantalla, un grupo de seres sin plumas, también conocidos como humanos, se esfuerza en el trabajo quizá inútil de tocarse, amarse, necesitarse, decirse que se aman, que se necesitan, que se tocarán... Ya saben, todo lo que se hace y dice antes de admitir definitivamente la derrota. Tan inútil. Pero, ¿cómo renunciar a ello? Al fin y al cabo, y volvemos al principio, lo necesitamos. Los huevos.
Estructurada por episodios, la película quiere ser tal vez un retrato de esa generación extraña que hace una década abandonó los 30 años y que aún se comporta como lo hacía entonces, diez años atrás: como si tuviera 20. Para entendernos, y haciendo bueno el título iluminado de Juan Cavestany, gente de mala calidad. Admitámoslo, y sin necesidad de ponerse demasiado grave, hay un momento en la vida en el que todos los sueños de juventud se descubren eso, sueños. Se llama madurez. Luego viene esa otra fase en la que uno, incapaz de admitir que el mundo es como es, no como se lo imaginó, se empeña en divinizar todo eso que antes pasaba por vulgar: las pequeñas cosas. Y entonces se tienen hijos. No sé si nos explicamos.
Da igual, el caso es que Gay (¿es gai o guei?) de la mano de Leonardo Sbaraglia, Eduard Fernández, Javier Cámara, Clara Segura, Luis Tosar, Ricardo Darín, Cayetana Guillén Cuervo, Leonor Watling, Alberto San Juan, Candela Peña y Eduardo Noriega (es decir, casi todos) se entretiene en hilvanar planos fijos de aquel tiempo soñado que acaba por configurar la herida de la realidad. Dicho así, impresiona. Y, la verdad, la sensación se aproxima más al dolor, escozor tal vez.
De nuevo, como en la parte más brillante de su producción, el director de Ficción y En la ciudad invita al espectador a que sea él quien construya la historia; una narración que transcurre en la parte de atrás de la pantalla, en la sombra que deja la letra del guión. El texto, apabullante, en realidad no es más que ruido. Como la misma vida. Importa el silencio que las conversaciones van dejando entre el respirar de las miradas. Fuera de campo, las vidas se enredan, cruzan, descruzan y, finalmente, naufragan acosadas por todo aquello que pudieron haber sido y finalmente no son.
Y ahí reside la profundidad y gracia (que la tiene y mucha) de una cinta que deja en todo momento al espectador la parte creativa del relato. Es él el que tiene que rellenar lo huecos con, precisamente, los trozos más crudos de sí mismos. Por el camino, eso sí, constatamos una vez más la profunda incapacidad de los hombres para casi todo. Pero eso ya lo sabíamos. Por cierto, qué bien Cámara, qué bien Cayetana, qué bien Darín, qué bien Tosar... qué bien casi todos.
La vida, ya lo razonó tiempo atrás el propio Woody Allen, es como la asquerosa comida que sirven en el chiste que también se escucha en Annie Hall. "Y lo malo no es que dé asco, sino que las raciones sean tan pequeñas... Porque la vida está llena de soledad, miseria, sufrimiento, tristeza y, sin embargo, se acaba demasiado deprisa". Necesitamos huevos.