José Sacristán en El muerto y ser feliz
Con 'El muerto y ser feliz', su obra más libre y fascinante, Javier Rebollo aglutina 'road-movie', western, 'film noir', comedia, melodrama... Un gesto posmoderno al servicio de una reflexión sobre la naturaleza del mito, en la que José Sacristán es el centro del espectáculo.
"Elvis está vivo / me lo dijo un amigo / cuando el sol empezaba a caer / está en el cuarto forrado de leopardo dorado / se queda viendo su propio funeral (...) Elvis está vivo / se escribe cartas conmigo / cuando el sol empieza a caer". Pocos ámbitos como el ‘rock & roll' para revivir una de las características más fundamentales del mito, esa historia casi sagrada que se bifurca sobre sí misma en mil posibilidades distintas, un relato mutante abierto a todas las posibilidades a la vez. Elvis está vivo, Elvis está muerto, Elvis está lavando la limo, Elvis espera sentado en un inodoro de cristal. Sacristán como estrella del ‘rock & roll'.
Primera variación
Si la nueva película de Javier Rebollo fuera una canción, tendría letra de Andrés Calamaro y música de Nacho Vegas: dos cuentistas, en el sentido más literal, y al mismo tiempo más metafórico, del término, que practican la forma más esencial de pervivencia del mito: su transmisión oral. Porque los mitos siempre estuvieron ligados a las canciones, los romances, las leyendas que corrían de pueblo en pueblo en un boca a boca que deformaba los relatos para multiplicar su verdad.
El muerto y ser feliz, con ese título asincopado, se engarza en esa tradición de los relatos orales que reescriben constantemente los relatos sin perder la esencia de lo contado.
Así como el Cid campeador ganaba batallas estando muerto, el protagonista de El muerto y ser feliz vive varias vidas al mismo tiempo, todas verdad y todas mentira. Porque si algo hace el mito es perpetuar una verdad que no tiene que ver con lo concreto sino con algo mágico o sobrenatural. La humanidad esencial del personaje de Sacristán. O la amistad, el amor en el camino, la búsqueda, infructuosa, de algo de compañía. Quizás la definición que el historiador Mircea Eliade da del mito arroje luz sobre algunas de las características de la película de Rebollo: "El mito cuenta una historia sagrada; relata un acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial (...) y describe las diversas, y a veces dramáticas, irrupciones de lo sagrado (o de lo ‘sobrenatural') en el mundo". Y aunque Pepe, el español asesino a sueldo enfermo de cáncer, no tenga nada de divino, quizás sí que lo tengan sus acompañantes, esos fogonazos azarosos de luz, personajes humildes y algo sobrehumanos, que iluminan los últimos días de una vida que nadie nos asegura que no sea una gran mentira, un delirio, un sueño. Un mito.
Segunda variación
Si la película de Rebollo fuera un libro, podría ser uno de la colección "Elige tu propia aventura", aquella que, bajo la inconfesada influencia de
Rayuela de Julio Cortázar, hicieron furor entre los jóvenes en los ochenta del pasado siglo con historias fragmentadas. Y así es la película: un relato tartamudeante, que
se construye y se destruye, ante los ojos del espectador, con narradores que montan y desmontan la historia, llevando la contraria a las imágenes, y abriendo senderos que nunca terminan. En un gesto propio de la posmodernidad, Rebollo ha filmado una película que duda sobre sí misma, y se pregunta, sin encontrar respuesta, si es posible seguir contando historias. Para ello, y sin rastro de cinismo,
El muerto y ser feliz recicla y reivindica elementos del cine entendido como arte popular (western, comedia, melodrama,
road movie), remezclados en una película que avanza a toda velocidad guiada por el impulso suicida de encontrar su propio límite, y sin miedo a estrellarse en él. Y aunque la voz en
off, más protagonista que los protagonistas, sea el rasgo más llamativo de la película, el más interesante es la irrupción de un humor que desestabiliza el relato y su relación con nosotros.
Humor chanante, o post-humor, incómodo y tan subversivo como la propia existencia de esta película imperfecta realizada en el seno de una industria obsesionada con lo hipercorrecto. Sin perder la sonrisa, Rebollo ha disparado en medio de un concierto tras comerse las partituras.