Fotograma de Closed Curtain, de Jafar Panahi.

La expectación era máxima para ver la nueva película de Jafar Panahi, cineasta iraní encerrado en su casa por las autoridades de su país y que tiene prohibido rodar. Hace dos años ya presentó Esto no es una película en el Festival de Cannes, donde demostraba que por mucho que el gobierno lo exija, la creatividad no tiene límites. Closed curtain, que se ha presentado esta mañana en la Berlinale rodeada de un halo de misterio (la pregunta era cómo se puede rodar un filme sin salir de casa) es una notable película, lo cual, dadas las circunstancias tiene mucho mérito. Rodada íntegramente en el domicilio del cineasta (decorado con pósters de sus películas y, atentos, un cartel de la Seminci que aparece constantemente) nos cuenta la historia de un escritor que pasa unos días en casa del director y tapa todas las ventanas para que la policía no vea que tiene un perro, que el Islam considera "impuro" y por tanto sometidos a ejecuciones sumarias, una forma como otra cualquiera de revelar el absurdo y la crueldad de un régimen para el que cualquier cosa puede ser motivo de escándalo.



El encuentro con una fugitiva con tendencias suicidas, su misterioso hermano y finalmente la aparición del propio Panahi son los elementos de una película difícil de clasificar a medio camino entre la ficción y el documental que gira alrededor del conceptio de falta de libertad. Esa "cortina cerrada" que tapa las magníficas vistas sobre la playa de la casa nos plantea una metáfora brutal y demoledora sobre la propia situación del propio Panahi, al mismo tiempo terrible y absurda. El filme nos obliga a plantearnos una distancia entre el interior y el exterior a la que no estamos acostumbrados ni en la que reparamos jamás, donde el hogar se convierte en una fortaleza criminal y la playa en una quimera inalcanzable. Entre un humor socarrón y desencantado y la tragedia pura y dura, Closed Curtain se alza como un grito angustioso y casi desesperado contra uno de los régimenes más abyectos del mundo.



Steven Soderbergh es ese director que rueda muchísimo aunque de vez en cuando dice que se retira. Hace poco veíamos Magic Mike, una reflexión sobre la banalidad contemporánea disfrazada de película de strippers, y hoy ha presentado la siguiente, Side Effects, un thriller criminal la mar de entretenido y eficaz. La historia que cuenta nos recuerda mucho a aquella Las dos caras de la verdad (1996) en la que Richard Gere lidiaba con un sospechoso de asesinato de quien nunca sabíamos si está loco o era realmente el malo. Allí era Edward Norton y aquí es Rooney Mara la culpable de un homicidio cuya verdadera naturaleza no conoceremos hasta el final mientras Jude Law, como psiquiatra, ve cómo el mundo se hunde a su alrededor por un error que en realidad no es tal. Con las "prescription drugs" (o sea, tranquilizantes, ansiolíticos, antidepresivos y demás medicamentos de psiquiatría que Michael Jackson tristemente popularizó con su muerte y que en Estados Unidos se recetan a mansalva) como telón de fondo, Soderbergh construye un thriller potente y efectivo que mantiene la atención y la intriga y nos devuelve el mejor sabor de ese cine americano a lo Hitchcock que combina el suspense con la profundidad psicológica. La película, hay pocas dudas, será un enorme éxito de público cuando se estrene.



Los ronquidos de mi vecino de butaca (de verdadero profesional en su sutilidad, algo así como un "fiu" sostenido) a sumar las deserciones masivas de la sala dan buena cuenta del fracaso de la proyección de Camille Claudel 1915, en la que Juliette Binoche interpreta a la famosa artista durante su eterno confinamiento en un hospital psiquiátrico. La historia se parece un poco a la de La réligieuse, de la que hablábamos el lunes y en la que también veíamos a una mujer encerrada contra su voluntad por su familia (en ese caso en un convento) en un lugar de pesadilla. Dirigida por Bruno Dumont, auteur de cierto prestigio, la película es un tostón de mucho cuidado. Todos sabemos que Binoche es una mujer muy hermosa y una actriz maravillosa, pero su sola presencia no basta para justificar una parida de hora y media en la que lo único que vemos es a la escultura sufrir como una loca rodeada de tarados mentales. Es una película sencillamente ridícula y para colmo pretenciosa.



En Panorama descubro una joya que me deja deslumbrado, Tanta agua, una película uruguaya dirigida por Ana Guevara y Leticia Jorge, que ganó uno de los premios de Cine en construcción en el último festival de San Sebastián (destinados a dar ayudas a películas que están en posproducción). Es sencillamente genial. Cuenta la historia de un padre, un cuarentón rollizo, atractivo y muy simpático, que viaja a un resort de vacaciones con su hija de 15 años y su hijo de unos ocho. Aunque lógicamente esperan disfrutar en la playa y la piscina, llueve todo el santo rato y se las ven y las desean para encontrar algún pasatiempo. No pasa gran cosa más pero eso no significa que sea una película aburrida o "lentuna". La habilidad de las directoras para construir de manera excelente los personajes, los divertidos diálogos, la veracidad de la situaciones y la ironía de un filme que en realidad trata sobre el clásico despertar a la vida de una adolescente, la convierten en una de esas pequeñas e inesperadas joyas que hacen que los festivales de cine sean lugares que pueden ser fascinantes. No sé si tiene distribución en España, pero debería.