Fotograma de Oz, un mundo de fantasía.



Sam Raimi surgió en los años 80 como un original y sorprendente renovador del género de terror. Raimi hacía suyos los códigos más reconocibles de la serie B para darles una reinterpretación irónica revelando no solo a un refinado esteta, también a un agudo creador de metáforas que desde el fantástico era también capaz de abordar retos de altura artística. Son películas casi míticas como Posesión infernal (1981) u Ola de crímenes, ola de risas (1985) que le granjearon una reputación de enfant terrible iconoclasta y brillante. Hasta que llegó el éxito mundial y masivo de Darkman (1990) y el cineasta comenzó a trabajar regularmente para Hollywood perdiendo por el camino buena parte de esa iconoclastia (véase Rápida y mortal, un western con Sharon Stone o Entre el amor y el juego, un drama deportivo con Kevin Costner).



Para muchos, Raimi es el director de la reciente trilogía de Spider-man, su proyecto más conocido por el gran público. Tras una primera parte espectacular, el cineasta fue perdiendo el norte para desembocar en una tercera secuela errática y carente de magia, motivo por el que Sony le arrebató la franquicia y Raimi tuvo que abandonar, con dolor, a su personaje. Después llegó una pequeña joya como Arrástrame al infierno (2009) en la que recuperaba ese espíritu de serie B que quizá nunca debió perder. Los últimos años los ha pasado Raimi creando Oz, un mundo de fantasía, superproducción que sobre el papel vendría a reunir a los dos Raimis que conocemos, el creador de blockbusters y el visionario elucubrador de mundos propios.



Planteada como una secuela a la historia conocida (Dorothy, el espantapájaros y toda la pesca), Oz nos habla de la creación del reino de Oz por parte de un mago tunante interpretado con cierta gracia por un James Franco que usa y abusa de su sonrisa de pillo. Uno entiende que es una película y que no hay que calentarse mucho la cabeza tratando de desenredar su inverosímil trama política aunque se habría agradecido que Raimi prestara al menos un poco de atención al asunto. Pasando eso por alto, el cineasta quiere construir una fantasía clásica con moraleja del estilo: cree en ti mismo, la magia está en tu interior, mezclado con una visión cartesiana de la propia magia, que solo es posible mediante la técnica y voilà, llegamos al cine, la magia por excelencia.



Hace un par de años, Martin Scorsese en su tan genial a ratos como fallida a otros Hugo hizo una película parecida en la que el mundo de Oz era una estación de ferrocarril y Oz mismo Meliès. Se agradece que Raimi nos quiera contar todo esto de una forma ligera y sencilla, sin grandes discursos y echando mano de su imaginación. Su reino de fantasía en 3D se parece bastante a los imaginados por Jeff Koons, chillones, pop y de colores casi fosforito. Dura dos horas y cuarto y uno pasa un rato medianamente agradable viendo la película siempre que no se haga muchas preguntas (o ninguna) sobre lo que está viendo y sea capaz de perdonarle a Raimi haber hecho un filme tan banal y tan soso como éste.