Rooney Mara en Efectos secundarios, de Soderbergh
El cineasta estadounidense Steven Soderbergh vuelve a despedirse del cine con un thriller imposible. El filme 'Efectos secundarios' cuenta la historia de una pasión descontrolada, febril y mágica. La protagonizan Jude Law, Rooney Mara y Catherine Zeta-Jones.
Como si se hubiera bifurcado en dos, uno reconoce en la narración fría de la última película del director de Atlanta, Efectos secundarios, la caligrafía cerebral, gélida y brillante del hombre que sorprendiera al mundo allá por 1989 con su Sexo, mentiras y cintas de vídeo, y, sin embargo, nada puede estar más lejos de su cine que la exuberancia de una historia que se enreda sobre sí misma una y otra vez en una suerte de thriller disparatado entre el noir carnal de De Palma y el trampantojo milimetrado de Hitchcock. Y, llegados a este punto, respiramos. Nosotros y el propio Soderbergh. Las frases largas, como el cine reflexivo, ahogan.
Cuenta el director que está cansado de hacer cine. Que lo deja. Y que, para despedirse, sólo quiere "hacer cosas divertidas". Como el protagonista del cuento de Cortázar, como Desmond, sueña con ser otro. Un otro que pinta (ha insistido varias veces que quiere dedicarse a la pintura). Y quizá lo sea. En realidad, lo contó en la presentación de la película en el último festival de Berlín y, exactamente igual hace un año cuando, en el mismo sitio, presentó Haywire. Entonces se trataba de someter las reglas de una película de acción y artes marciales a las exigencias quirúrgicas de su cine. Dos personas en una. Dos cines dentro uno del otro. Aquella vez el contraste funcionaba, sorprendía y, por momentos, hasta entusiasmaba. Ahora no tanto.
Esquizofrenia y avaricia
Los extremos en los que se mueve Efectos secundarios son tan ajenos entre sí que uno acaba convencido de que la esquizofrenia es una opción perfectamente razonable. Eso o Cortázar. Eso o Desmond. La película parece que cuenta la historia de una mujer (Rooney Mara) que un buen día cae víctima de la avaricia (o algo peor) de la industria famacéutica. Y todo por culpa de un antidepresivo recetado a lo loco por un psiquiatra (Jude Law); un fármaco quizá no suficientemente probado o analizado. La buena mujer acabará en el manicomio acusada de la muerte de su marido. Hasta aquí las apariencias. Hasta aquí es el veterano cineasta el que habla. Lo que sigue es la improbable historia de una pasión tan descontrolada como febril. Tan real como soñada. Cada centímetro de metraje está ahí para refutar todo lo anterior. Improbable, irrenunciable. Quizá infantil. Y todo ello con la apariencia de una historia tan perfectamente planificada que se diría refractaria a la más mínima improvisación.Lo que Soderbergh consigue es algo tan extraño como magnético. De la misma forma que el relato se mueve entre lo increíble y lo simplemente imposible (tal vez estúpido), toda la película se comporta como si fuera un juego de espejos cuyo único objetivo es despistar al espectador, mantenerle inquieto, alerta y profundamente sorprendido. Pero la sorpresa no es tanto producto de la propia historia, que también, sino del cruce de realidades entre el esquematismo limpio y cerebral de la estructura y lo abigarradamente onírico de su contenido. Como si el director jugara a ser él mismo y su contrario: como si quisiera ser a la vez sueño y realidad. Un hombre en moto y un azteca, Desmond en 1996 y en 2004 a la búsqueda de su constante (Faraday) que le estabilice. Soderbergh contra sí mismo.