Fue una estrella rutilante en el imaginario del star-system del cine del franquismo y una ruina humana en su etapa terminal, como la Gloria Swanson de El crepúsculo de los dioses. Cifesa le amañó un concurso de aspirantes a noveles de la pantalla en 1943 para hacerle debutar en una novela rosa, titulada Te quiero para mí, un doble sentido referido al novio de la ficción y a la productora valenciana que la patrocinó. Fue una buena apuesta comercial. Se desechó el seudónimo aristocrático de María Alejandra que la productora le había puesto a la manchega María Antonia en su debut rosa por el más sensual y cosmopolita de Sarita Montiel. Pero sus inicios no fueron fáciles. En la aventura colonial cubana de Bambú (1945), de Sáenz de Heredia, le pusieron a la sombra de Imperio Argentina, que era entonces la emperatriz del cine español. Y en Locura de amor (1948), de Juan de Orduña, a la sombra de la desmelenada Aurora Bautista, en el papel de Juana la Loca. Pero ahí hubo una inflexión importante, porque el público masculino se sintió más estimulado por la joven y atractiva princesa mora (como le ocurría a Felipe el Hermoso/Fernando Rey en la pantalla) que por la gesticulante reina cristiana. Fue con esta película con la que se tejió la leyenda erótica de Antonia y uno, por sus años, recuerda la leyenda que aseguraba que era asequible a los varones por el precio -entonces astronómico- de quinientas pesetas. En pocas palabras, Sarita Montiel se había convertido en el primer mito erótico del cine del franquismo, lo que no era poca cosa.
Sara Montiel en Yuma, una de las tres películas que rodó en Hollywood.
Pero en aquellos años de trasiego en el mercado de la Hispanidad -con el productor Cesáreo González a la cabeza- Sarita fue a parar a las industrias del espectáculo centroamericano, es decir al mercado mexicano y al cubano, en donde frecuentó a nuestros exiliados y siempre presumió de su amistad íntima con el poeta trasterrado León Felipe. Y hasta coqueteó con el comunismo y visitó al estalinista Ramón Mercader -el asesino de Trotsky- en su cárcel mexicana. En México interpretó varias películas de éxito -la muy comercial Cárcel de mujeres (1951), de Miguel M. Delgado, y Reportaje (1953) del Indio Fernández- y esa vecindad geográfica le llevó a entrar por la puerta trasera en Hollywood con el western Veracruz (1954), de Robert Aldrich, en un papel de mexicana y en la egregia compañía de Gary Cooper y Burt Lancaster. Esa incursión en la colonia de Hollywood fue determinante para su instalación en Hollywood previa boda con Anthony Mann, un maestro del western (le habían precedido en el censo de la colonia californiana Conchita Montenegro o Antonio Moreno en el cine mudo; y el músico catalán Xavier Cugat en el cine canoro). Por su tipología, allí encarnó preferentemente papeles de mexicana o de india, pero nunca dominó suficientemente bien el inglés y Samuel Fuller me contó que en su papel de india en Yuma (1957) tuvo que doblarla Angie Dickinson. De manera que al acabar su relación conyugal con Anthony Mann regresó a España.
Por entonces Juan de Orduña, en su etapa de decadencia, la retomó en El último cuplé (1957), un folletín musical que no interesó a ningún distribuidor y que Cifesa, por compasión y en agradecimiento a los servicios prestados antaño por el ya senil Orduña, decidió estrenar en una Semana Santa, con la expectativa de que estuviera tres días en cartel. Pero se produjo el milagro y el melodrama aguantó un año en las pantallas. Sarita pasó a ser la primerísima estrella del cine español.
Sara Montiel interpretando "Fumando espero" en El último cuplé (1957).
El último cuplé es un filme mítico por muchas razones: por la forma en que Sarita paladeó sensualmente sus canciones, por convertirse en el primer guiño y gancho para su futura y nutrida parroquia gay y, menos señalado, por reivindicar los años de la dictadura del general Primo de Rivera como una añorada edad de oro contemplada con nostalgia. Y fue premonitoria en dibujar la pasión de una mujer a las puertas de la madurez hacia un joven torerillo, anticipo de sus asimetrías sentimentales futuras. El viejo Orduña labró así su indiscutible trono de gloria para la actriz. Le siguió la secuela La violetera (1958) y la encarnación de la protagonista de Mérimée en Carmen la de Ronda (1959), de Tulio Demichelli y con guión del comunista Alfonso Sastre, que tuvo enormes problemas con la censura.
Desde entonces Sarita empezó a llamarse Sara y a exigir respetabilidad cultural. La Escuela de Barcelona intentó captarla con Tuset Street (1968), pero el film acabó en desastre, expulsado el operador Néstor Almendros (Oscar de Hollywood) por la estrella, opinando que la retrataba mal, y abandonando Jorge Grau el rodaje con un portazo. Todavía directores con pedigree intentaron rescatarla, como Mario Camus con Esa mujer (1969) y Bardem con Varietés (1971), pero para entonces la estrella comenzaba a ser una caricatura de sí misma. Los últimos capítulos de su vida pertenecen más bien al mundo del esperpento que al de la hagiografía. Como tantas estrellas otrora famosas, no supo envejecer y fabricó una caricatura de sí misma, alimentando una iconografía para caricatos y travestis. Lo que no borra sus indiscutibles méritos pasados en la cultura del dorado kitsch, en un universo mítico de pasiones que sólo existían en el imaginario social. Pero no hay gloria que cien años dure. Sic transit gloria mundi.