Javier Bardem y Ben Affleck en To the Wonder, de Terrence Malick

Una vez más, el público quedará dividido en posturas irreconciliables frente a la nueva película de Terrence Malick. En 'To the Wonder', su sexto filme en cuarenta años, el autor de 'La delgada línea roja' explora los misterios del amor.

Contaba Javier Bardem que, durante el rodaje de To The Wonder, era complejo lograr entender qué demonios pretendía hacer Terrence Malick. Rodaban casi sin guión y sin un plan estipulado, básicamente hacía moverse al actor en una u otra dirección y le iba lanzando pruebas, pidiéndole cosas inesperadas como "mira al pájaro que está en esa rama y háblale imaginándote que es Dios". Según el actor, Malick se refería a esos procesos como catching moments, tratar de encuadrar lo inesperado, lo natural (dentro de lo místico), o visto de otra forma: ese milagro que tan raras veces aparece en el cine donde lo espectacular aparece en el plano sin que nadie lo previera.



Los detractores del cine de Malick -que, desde El árbol de la vida (2011), han brotado como una pandemia- asegurarán que hasta un reloj estropeado acierta la hora dos veces al día para tratar de justificar los momentos sublimes que habitan en el latir de la película. Tonterías. Es cierto que en To The Wonder existe ese misterio cinematográfico consistente en variar los parámetros que rodean una obra para ver hasta dónde puede dar de sí un mecanismo narrativo que parecía haber alcanzado su cenit en la lírica insoslayable de El árbol de la vida. Una variación que, por mínima que fuera, ya es considerada algo inaudito en un cineasta conocido por una exhaustividad y afán de perfeccionismo que le ha llevado a rodar tan sólo seis películas en cuarenta años.



Así, al igual que hiciera Eric Rohmer con El rayo verde (1986) respecto a sus Cuentos Morales y Michelangelo Antonioni con El desierto rojo (1964) respecto a su trilogía de la incomunicación, Malick ejercita en To The Wonder una estilización de las formas plásticas que rigen sus anteriores películas en aras a afilar y asentar los logros obtenidos en aquellas mediante una depuración radical de sus propias formas. Los críticos que no quisieron ver más allá de sus propias narices en el Festival de Venecia de 2012 donde se presentó la película resumieron su impresión en algo parecido a esto: "Donde El árbol de la vida habla sobre la vida y la muerte, To The Wonder lo hace sobre el amor y las relaciones de pareja". Una lectura sesgada, pobre y falsa, que trata de coartar las posibilidades de un filme probablemente más descompensado que su precedente, pero que en su obstinación por vindicar esa libertad creativa que otorga sentido a su propia existencia acaba convirtiéndose en un ente radical pleno de significado (y de belleza). La historia de To The Wonder es de lo más sencillo: chico conoce chica, chico se enamora de chica, chico se cansa de chica, chico conoce a otra chica y vuelta a empezar. Y para ello Malick deja flotar su cámara, encuadra a los actores de forma segmentada, les hace danzar en contrapicados que acaban implorando al cielo una verdad que parece no llegar nunca. Los diálogos son casi todos en off, de una lírica que va de lo ridículo a lo emocionante sin que haya un término medio. Una extraña y combinación que hace que To The Wonder bascule entre dos extremos contrapuestos: desde los fantasmas sin rumbo que pueblan la obra de Gus Van Sant hasta la estética utilizada en ciertos anuncios de colonias.



Donde la película se crece hasta convertirse en algo alucinatorio va mucho más allá del propio deambular existencial del cuerpo de Olga Kurylenko: la acción la sitúa en un pueblo necrótico, contaminado por plomo y cadmio en sus acuíferos y parques infantiles, que convierten lo falsamente idílico del paisaje en unas malas tierras habitadas por gente enferma, moribunda, donde niños y perros son agresivos, y cuya única vía de consolación es un párroco -un contenido Javier Bardem- a su vez ahogado en su propia encrucijada existencial.



Secuencias como aquella en la que el padre español visita la cárcel para atender las confesiones de los presidiarios consiguen transmitir ese equilibrio imposible entre el terror que inspira la tragedia y la emoción que emana de los sentimientos que tan bien define la obra de Malick. Es obvio que, dado el carácter experimental de la película, ésta pase como la obra más irregular del autor de La delgada línea roja. Ahora, por más desequilibrada que sea, sigue siendo una película totalmente fascinante, un filme-ensayo donde Malick ha querido probar hasta dónde podía llegar con su particular mecanismo lírico-narrativo, que habría que valorar no tanto por la suma de sus partes como por el valor (radical) de su gesto.