Valérie Massadian sostiene el premio al mejor debut del festival de Locarno.



Aún resiste en la cartelera, quién sabe por cuántos días, la película Nana, una de las sorpresas más estimulantes de la producción francesa reciente. Con su película de debut, la directora de arte Valérie Massadian logró el premio al mejor debut en el Festival de Locarno y ser seleccionada para prestigiosos festivales de todo el mundo como el 4+1, Rotterdam o Buenos Aires. Con estilo poético, la película nos introduce en la campiña francesa para que veamos ese mundo rural a través de los ojos de una niña de cuatro años con una madre neurasténica y un abuelo que es el último guardián de las esencias de un universo a punto de perderse. A su paso por Madrid, la directora nos dio las claves de su forma de trabajar sin guión ni claves psicológicas, lo que le costó algún que otro disgusto.



-Si uno no sabe si es ficción o documental, durante mucho rato es difícil saber que se trata de lo primero.

-Solo teníamos un guión de quince páginas para buscar la financiación. Estaban los personajes, la niña, el abuelo, que es una especie de guía y esa madre nerviosa. Todo está enmarcado en el ritual de la matanza del cerdo, que es algo que en Francia se ha prohibido, me imagino porque es barato y popular y escapa a las grandes empresas. Ese ritual nos lleva a un mundo que se ha perdido basado en la tradición y el respeto por la naturaleza y la sustitución por otro dominado por los americanos en el que nos dicen lo que se puede y no se puede comer. A la hora de rodar, no se trataba tanto de saber lo que iba a suceder como lo que estaba buscando.



-¿Y qué estaba buscando?

-Buscaba la comprensión del tiempo. Buscaba la locura. La manera en que se confunde imaginación y realidad. También las cuestiones relativas a la vida y la muerte porque todos los niños pequeños se hacen estas preguntas filosóficas que muchas veces de adultos dejan de hacerse. Me interesaba ver a los niños como seres humanos en contacto con las esencias de la vida, no hay teléfonos móviles ni tecnología, que son cosas que nos separan de la vida.



-¿Seríamos felices si volviéramos al campo?

-Estamos en un proceso de desaprendizaje de la vida, sabemos manejar ordenadores pero si nos encontramos un supermercado vacío no sabríamos qué comer. No sabemos plantar legumbres ni matar un cerdo. Todos los alimentos están procesados por otros. Hay una autonomía muy primaria que hasta hace no mucho existía y que ahora ha desaparecido. En Francia el mundo de los campesinos atesoraba una enorme sabiduría que sencillamente se ha perdido.



-Las situaciones se sugieren pero huye de la narrativa clásica en la que sabemos los porqués.

-Con la actriz que hacía de madre fue muy complicado trabajar porque ella no entendía cuál era nuestro método. Yo le decía que ella estaba muy alterada y deprimida pero que me daba igual el motivo, si es porque se siente sola o porque ha sufrido una desgracia. Lo que vemos es a una niña de cuatro años que es más fuerte que ella. Al final fue muy violento porque la actriz realmente me odiaba. Yo no quería explicaciones psicológicas, sino mostrar lo que le pasa. Fue bastante ridículo porque se puso a competir con la niña y al final fue una situación muy violenta.



-¿Le daba miedo que la película fuera demasiado contemplativa?

-No solo es un filme estético porque pasan muchas cosas en el interior de los personajes. La película dura una hora porque no creo que pueda ser más larga. No tiene que ver con la duración de los planos sino con la duración de la película. Pedir a la gente que vea una película como ésta tres horas la convierte en un ejercicio arty para una gente muy concreta. Hay una exigencia al espectador que es arrogante. Quería que fuera una película que también pudiera disfrutar la gente del campo que retrata la película, no solo en el Festival de Locarno.