Señores académicos:



Alcabo de un siglo largo de vida,el Cine ha marcado la forma de hablar y de escribir con huellas más abundantes y profundas de lo que pudiera parecer a simple vista. Sin caer en el vicio de las comparaciones ni menos aún en tipo alguno de recuento, bien cabría afirmar que el Cine no queda a la zaga del Teatro o de los Toros -las grandes diversiones históricas del pueblo español- en cuanto a riqueza de vocabulario y de expresiones nacidas, como en aquellos terrenos, al calor del duro oficio de fascinar y, por supuesto, al entusiasmo de los seducidos.



Dado que, pese a tamaño filón lingüístico, se aprecia una notoria falta de curiosidad por el fenómeno, sin trabajos donde quede registrado con cierto detalle, decido adentrarme en tan densa maraña aun sabiendo de antemano que no habré de llegar muy lejos, dada la brevedad del tiempo con que se cuenta y la escasez del bagaje disponible. Pero el tema encaja con la profesión ejercida durante cuarenta años largos por uno y, miel sobre hojuelas, con una parte de la de su ilustre antecesor en este mismo sillón B mayúscula que el azar académico parece habernos deparado a los dos.



Y como alguien enseñó que los caminos se hacen al andar,es decir, echándose al monte, ahí vamos. No sin agradecer antes la confianza de ustedes, señores académicos, en particular la de aquellos que airearon mi nombre como apto para sustituir a quien, de hecho, todos seguimos considerando insustituible. Generosa y, a mi modo de ver, un tanto arriesgada iniciativa que obliga a no defraudar por encima del propio orgullo o interés. Poniéndonos en su camisa, pienso que los proponentes deberían sentirse bastante más inquietos de lo que uno se halla ahora; pero no los veo así, lo cual redobla el estupor con que recibí la noticia y dice poco en favor de su prudencia aunque mucho de la largueza con que me siguen considerando. Hablo del arquitecto don Antonio Fernández Alba, del humorista don Antonio Mingote y del filósofo don Emilio Lledó, punteros todos dentro de sus respectivas esferas que rompieron lanzas en favor del académico en ciernes dejándolo deudor, es decir, tocado, de por vida. Ojalá consiga rayar a la altura de tales esperanzas o, cuando menos, rozarlas. Uno conoce sus límites mejor que nadie y, justo por eso, desconfía de sí mismo como quien más.



Durante la primavera de 1998, en busca de una mayor relevancia para el cine español según era mi obligación por entonces, decidí consultar con nuestro presidente de honor, el admirado don Luis García Berlanga, la conveniencia de dirigirnos a esta Casa en busca de un definitivo reconocimiento literario para el cuerpo de guionistas; escritores de una pieza se mire por donde se mire pues a su costa corre, nada más y nada menos, el trabajo de dar con un tema, inventar los personajes correspondientes, envolverlos en las acciones obligadas y dejar que ellos mismos se expliquen con arreglo a lo que son y representan en la fábula. Casi cuarenta años atrás, en 1960, la Académie Française, madre de todas si vamos a ver, había recibido con los máximos honores a quien durante mucho tiempo se consideró figura principal de la cinematografía vecina, el guionista y realizador René Clair. Y ambos, Berlanga y uno mismo, coincidimos en que era hora ya de que en ésta cundiera el ejemplo.



Su director por aquellos días, don Fernando Lázaro Carreter, introductor de tantas innovaciones y mejoras en la institución, se mostró de total acuerdo con nuestra solicitud; más aún, confesó que ya se habían barajado algunos nombres al respecto, los de don Fernando Fernán-Gómez y el del propio Berlanga, sin ir más lejos. Y ¿en quién han pensado ustedes? -preguntó-. Le contestamos que en Rafael Azcona porque, sin menospreciar el talento poliédrico de Fernán-Gómez, o a causa precisamente del mismo, que le llevaría a destacar desde muy distintos ángulos -como así fue-, Azcona ostentaba el de guionista por antonomasia, pues había relegado cualquier otro trabajo de índole creativa a favor de éste. Su integración académica supondría un reconocimiento sin vuelta de hoja de la naturaleza literaria del oficio. Pero Rafael, aun agradeciendo el honor, se negó en redondo a aceptarlo. Según él, no se veía con temple académico ni se sentía en condiciones de pronunciar un discurso en público, y menos aún de discutir alrededor de una mesa ovalada respecto a cualquier locución en juego como seguramente le habría tocado hacer al día siguiente.



A la vista de ello, acordamos comunicar a Lázaro Carreter que dábamos por buena su propuesta. Fernán-Gómez habría de aceptarla, por el contrario, de muy buen grado y en el acto - ¿para qué voy a andar con cantinfleos ni de si sí ni de si no?, dijo- siendo ya el resto historia. Lástima que la enfermedad sobrevenida poco después impidiera el doble disfrute por mucho tiempo. Disf rute por parte de Fernando de la Academia, donde declaró en varias ocasiones sentirse muy a gusto, y de la Academia con su presencia, tal y como cabía esperar de la sabiduría empírica, el sentido del humor y la originalidad de sus razonamientos, desconcertantes en principio y conclusivos a la postre, apoyado siempre por el magnetismo de una voz, educada y tronante al unísono, que aún nos parece seguir oyendo.



Me he permitido tan largo circunloquio a cuenta del preceptivo elogio que todo aspirante debe rendir a su antecesor, por varios motivos: dejar constancia de las idas y venidas que implicó la entrada, por primera vez, de un cineasta en la Española; manifestar nuestra satisfacción, la mía y la de tantos colegas, porque el trabajo cinematográfico, al menos en su vertiente literaria, parezca finalmente reconocido en ámbito tan selecto -los ejecutivos al día lo calificarían de exclusivo- y, de pasada, rendir tributo a quien fuera el mejor guionista de todos nosotros, aun a costa de propinarle un golpe bajo por no poder tampoco él defenderse ya.



Acabo de utilizar al adjetivo poliédrico para calificar el talento de Fernando Fernán-Gómez, pues pienso que es el que mejor encaja con sus variados méritos y aptitudes. Polifacético, aun siendo una variante del mismo término, podría conducir a la conclusión errónea de que nuestro hombre manifestó varias facetas a lo largo de los años cuando, a mi entender, su personalidad estaba centrada en una sola: la interpretación. Y no me refiero ahora al oficio de fingir en un escenario o bajo la luz de los focos, actividades en las cuales fue maestro indiscutible, sino a la postura de quien se propuso indagar y explicarnos a renglón seguido el caldo de cultivo donde alienta la condición humana: el espectáculo y la razón o sinrazón de la vida, en suma.



Si repasamos sus triunfos como actor, director, autor dramático, guionista de cine, radio y televisión, así como escritor de novelas, cuentos, artículos y ensayos, todo cumplido a las mil maravillas, veremos que siempre yace en cuanto hizo, a manera de común denominador, una reflexión o, lo que viene a significar lo mismo, esa interpretación de los hechos a la que acabo de referirme. Las cosas pasan así -son así, pretendía decirnos- por esto y por lo de más allá, aunque luego el pudor le obligara a envolver tales deducciones, en general amargas, con el celofán del humor, el sarcasmo e, incluso, la destemplanza.



No fue el único, claro está, que orientara sus esfuerzos imaginativos en tal sentido, pero sí uno de los privilegiados que consiguió englobar desde aquel ángulo labores tan diversas. ¿Qué otro juicio nos merece, si no, una representación de Las bicicletas son para el verano -la mejor pieza teatral que se haya escrito sobre nuestra retaguardia civil-, o leer El viaje a ninguna parte, documento fehaciente de lo que durante siglos, del XVI al XX cuando menos, fue la vida de los cómicos de la legua, convertido luego por él mismo en una de sus películas mayores, o conocer, digamos de primera mano, lo que significó «el pícaro» en la espina dorsal de nuestro gran momento histórico?



Nada de todo eso se puede concebir y luego expresar sin una profunda consideración previa, originada a su vez por vivencias y escarmientos personales, traídos al retortero, es decir, de manera amorosa y baqueteada. En resumidas cuentas, interpretando este mundo traidor, del cual fue amanuense fiel y de buen olfato por haber vivido mucho y leído con afán, sobre todo en sus años juveniles, aquel tiempo que debiera haber sido el de las bicicletas y para tantos españoles pasó de largo sin serlo.



Fernando, seguro de sus poderes escénicos, no lo estaba tanto de las prácticas literarias; terreno ansiado pero movedizo para él, según nos confesara en un aparte cuando uno tuvo el honroso cometido de presentar El tiempo amarillo, sus «memorias ampliadas». Tamaña y curiosa timidez le llevaba a no hablar mucho del arte de escribir, ni siquiera en relación con textos tan esclarecedores y ponderados a propósito del quehacer diario como sus reflexiones sobre El actor y los demás o Desde la última fila. Y otro tanto le ocurría con las realizaciones cinematográficas. Sin ir más lejos, en la autobiografía citada, donde con cuidadoso detalle y emoción reprimida se nos describen circunstancias de infancia y mocedad, o los bandazos de una profesión expuesta a toda clase de altibajos y aprietos, apenas habla del proceso inventivo de sus libros, del criterio con que componía las imágenes o de las dudas que debieron planteársele al concebir unos y otros.



Leyéndole, uno tiene la impresión de que escribía como hablaba, lo cual tampoco es cosa fácil de conseguir, teniendo en cuenta que hablaba muy bien. Además del propósito, hace falta entrenamiento, sentido de la medida y, otra vez, una chispa de interpretación para impostar el tono moral y colocarlo donde conviene. Traté de tranquilizarle aquel día, añadiendo que, en cualquier caso, ningún actor había escrito antes mejor - con el permiso de Torres Naharro, quien, como histrión, nunca debió llegar muy lejos- y callando lo que parecía de perogrullo: que ningún escritor habría sido nunca capaz de actuar como él. Y creo que lo agradeció.



El Cine en nuestro lenguaje. Antes de emprender la marcha anunciada, he de advertir que me veré obligado a usar el adjetivo nuestro con un criterio estrecho y hasta irritante, mal que nos pese. Hablar de un idioma como el español, circunscribiéndose a las fronteras políticas y geográficas de quienes ocupamos poco menos que a regañadientes esta piel de toro, implica ya de entrada un recorte estrafalario, una ablación dolorosa y sin derecho alguno, como todas. No será semejante criterio reductor consecuencia, empero, del tradicional orgullo e ignorancia con que los españoles solemos atribuirnos la exclusiva propiedad del idioma, olvidando que apenas representamos el diez por ciento de cuantos lo usan en el mundo, y pasando por alto datos tan concluyentes como que el país mexicano nos dobla en población o que el gran Buenos Aires multiplica por tres el vecindario de Madrid. Será consecuencia de las aludidas limitaciones de tiempo y bagaje. Ojalá tanta escasez sirviera de incentivo para que alguien se anime a seguir por el trecho emprendido ahora, abriendo el concepto nuestro hasta su verdadera dimensión interoceánica y multinacional. Las modalidades de allá, bastante más sabrosas y expresivas seguramente que las de acá, quedarán fuera de consideración, de momento al menos y por mucho que nos apene.



Insistiremos asimismo en que los ejemplos ofrecidos aquí irán a beneficio de inventario, con gran reserva y sin la pretensión de parecer exhaustivos. Cualquier oyente de buena memoria y mejor oído podría encontrar otros tantos casos, e incluso bastantes más, todos dignos de ser considerados con igual razón que los recogidos. En un principio, la cuestión tuvo naturaleza defensiva, pues, al haberse iniciado la actividad cinematográfica más allá de nuestras fronteras, cayó sobre la lengua un diluvio de vocablos exóticos, algunos de los cuales fueron hispanizados rápidamente de forma más o menos airosa -plató, claqueta, encuadre, estudios-, pero otros muchos no encontraron fácil acomodo, manteniéndose de manera irregular, repletos de faltas de ortografía o aliviados de su condición foránea por una pronunciación caprichosa y hasta, en algún caso, sorprendente.



No todos necesitarían adaptación, sin embargo. También los hubo que, de una forma u otra, ya existían en nuestro léxico, viéndose obligados sólo a registrar un nuevo sentido, empez a ndo porel que puede ser considerado primero de todos -película-, que hasta entonces sólo significaba piel delgada o telilla, y al que pronto seguirían cámara,celuloide, cinta, congelado, bobina, especialista, foco o secuencia , por citar sólo unos cuantos.



Mención aparte merece el sustantivo guión, que no sólo resulta oportuno sino idóneo y bastante más afortunado a nuestro entender que sus equivalentes extramuros, como scénario, screen-play o libretto, pues el guión es, por una parte, la minuciosa descripción literaria de una película que no existe aún y, por otra, sirve de guía o plan para los encargados de sacarla adelante en su momento.



A título indicativo de las abundantes polémicas surgidas al respecto, no renuncio a brindar un resumen del reportaje aparecido en los primeros años de posguerra, es decir, en plena euforia autárquica, donde varios académicos de esta misma Casa continuaban opinando sobre los criterios que había que seguir en el proceso de españolización del susodicho diluvio. Con excepción de film , que, para Eugenio D'Ors , Eduardo Marquina, Julio Casares y Joaquín Álvarez Quintero, debía traducirse como cinta o película, las demás propuestas rozaban la fantasía, por no decir el surrealismo, y desde luego mostraban buena falta de sentido práctico. Así, para los citados Casares y Álvarez Quintero, plateau debía traducirse por plataforma; play-back,es decir, la pregrabación de sonidos o canciones, merecía soluciones tan diversas como fonogonías para D'Ors, sonido superpuesto para Casares, bailable o cantable para Marquina y acoplamiento para Álvarez Quintero. Travelling, esas vías sobre las cuales una cámara avanza o retrocede, debían ser conocidas como cámara seguidora según Casares y Quintero, máquina sobre carriles según Marquina y estrofa para D'Ors; découpage, o sea, montaje, habría de conocerse para el último como recortes, acoplamiento para Casares, corte para Marquina y pasajes para Quintero. La script-girl, esa mujer que se encarga durante el rodaje de que las imágenes guarden cierta continuidad, se llamaría observadora según Casares, secretaria según Marquina y fijadora según Quintero. El primero recomendaba también que el interlocking se conociera como cámaras conectadas, Marquina como cámaras simultáneas , denominación que igualmente complacía a Quintero aunque propusiera a su vez enlazadas , y Eugenio D'Ors, yéndose por los cerros del Ampurdán, ¡o aristo! Por lo que se refiere a re-recoriding , nuestro actual doblaje, Casares proponía de ajuste; Marquina, acordada, sintonizada o conjuntada; Quintero, unificación de sonido, y el mismo D'Or s , copia actípica o ejemplar. Era conveniente llamar al flou, según Quintero, desvanecido, y por lo referente a D'Ors, desvaído. En el apartado de maquillaje, las opiniones no eran tan singulares . La mayoría -Marquina, Casares y Álvarez Quintero- se inclinaba por caracterización , aunque el último proponía que, en el caso de las señoras, se llamase hermoseo. D'Ors recurría al término clásico, afeite , aunque dice no repugnarle maquillaje y, además, cree que acabará por triunfar.



Lo curioso es que al menos dos de ellos, Álvarez Quintero y Eduardo Marquina, no vivían tan al margen de la actividad cinematográfica como pudiera suponerse por cuanto, diez años antes, habían constituido con otros escritores -Benavente , Arniches y Muñoz Seca entre ellos- una empresa productora a la que cedieron en exclusiva los derechos de sus obras.



Evidentemente, ni la profesión ni el público les hizo maldito el caso, según suele ocurrir con buena parte de las propuestas académicas, aun cuando en aquella ocasión, y a la vista del escrutinio, bien cabría tomar tal desobediencia por ventura.



Hoy no preocupa tanto la invasión de términos extranjeros, fenómeno a la orden del día en cualquier campo de la actividad nacional, y abundantes vocablos técnicos de origen cinematográfico salpican nuestro lenguaje aplicados a temas dispares, guarden o no relación con el trabajo de los estudios. La presencia poco menos que constante en la conversación diaria de voces como fotograma, rebobinar, moviola, fotogenia, doblaje, foto-fija, plano, montaje o efectos especiales, por citar sólo algunos, bastaría para probarlo. Otros exigieron cierto esfuerzo vocal en un principio -flash-back, play-back, stand-by, sketch- a no ser que se pronunciaran por los alrededores, como estares, que viene del anglosajón start -comienzo- o burrás, del francés bourrage, que para nuestros técnicos significa el atasco de la cinta en el proyector.



Ciertos diccionarios de dudas tampoco parecen sacarnos de muchas, al menos en el ámbito cinematográfico. Además de equivalencias erróneas -no es lo mismo thriller que película de suspense y, menos aún, de suspenso-, ¿quién puede pretender a estas alturas que sustituyamos play-back por sonido pregrabado, flash-back por salto atrás o analepsis, y que a un sheriff del Oeste se le llame comisario? En muchos casos, como el último sin ir más lejos, la sugerencia podría conducir incluso al error. No tropecemos en la misma piedra dos veces. El propio D'Ors, encargado de corregir una edición del de esta Academia, acabaría confesando en su día: «...la lengua demasiado pura, como el agua demasiado filtrada, son perjudiciales a la salud». Por la misma razón de tres, gag debe ser incluido en el amplio concepto de chiste visual; aceptaremos ralentí para designar aquellas imágenes que parezcan a cámara lenta, mientras llamamos cameo a la breve aparición en la pantalla de algún actor o director famosos, y remake a una nueva versión de cierto film inolvidable.



Tales vocablos y otros muchos de corte similar habrán de aceptarse guste o no, siempre y cuando cumplan el requisito de ser ampliamente conocidos, apartando aquellos cuyo uso queda restringido al trabajo diario en los estudios, como pueden ser kilo, aspirina, braga, ceferino, pedalina, jirafa, gasa o bucle. Términos todos que encajan mejor en el concepto de jerga, por no decir jerigonza, y cuyo conocimiento apenas serviría a quien se mantenga al margen del oficio.



Chutar, curiosa adaptación con resonancias futbolísticas derivada del verbo inglés to shoot, se aplica en vez de enfocar o dirigir la cámara contra el ángulo que nos interesa. -¿Contra dónde chuto? -pregunta el segundo operador, y nosotros contestamos que contra el rellano de la escalera para ver cómo la chica empieza a bajar los peldaños.



El chico y la chica son formas tradicionales de designar al héroe y a la heroína de una película, sobre todo si ésta pertenece al género de aventuras o a la comedia. Antaño, ambas criaturas debían ser jóvenes, simpáticas, de buen corazón y, cada cual según su género, de mejor ver aún. Frente a la vieja costumbre de denominar él o ella por antonomasia a los personajes principales de una pieza teatral, chico y chica se impusieron desde el principio ante la dificultad de recordar los nombres foráneos que aparecían en la pantalla muda, sobre todo a la hora de contar después el argumento de la cinta, práctica poco menos que desaparecida, cuando las pelis,como se las llama ahora sin ningún respeto, se sabe más o menos de qué van, y nadie parece dispuesto a recordar con detalle sus incidentes ni siquiera a prestarles demasiada atención. El beso de la mujer araña, aquella novela de Manuel Puig donde un recluso narraba a otro las películas que viera cuando gozaba de libertad, quedaría en este aspecto obsoleta.



La misma dificultad para repetir cualquier patronímico extranjero favoreció la implantación de otros dos términos, éstos de orden ético y, en consecuencia, bastante más significativos: el bueno y el malo. La entidad moral de un personaje, sobre todo en aquel cine primitivo, quedaba condicionada a su relación con el chico o la chica de la historia. Si no se llevaba bien con ellos, pasaba a ser, simplemente, el malo de la película,expresión que sigue viva en la actualidad. ¡A ver si ahora voy a resultar yo el malo de la película!, oímos a quien alega buena fe. Y si la catadura moral del malo rozaba la infamia, según solía ocurrir, pasaba a ser el villano por antonomasia.



De pronto, todo lo relativo al Cine acabó siendo mejor. Expresiones como una casa de cine, una cocina de cine y hasta un novio de cine comenzaron a oírse por lo regular en bocas femeninas, las más excitadas ante la novedad. Cine y película tenían y tienen un uso alternativo. Pasarlo de cine, un paisaje de cine o como en las películas se sigue escuchando a diario cuando alguien pretende describirnos algún desideratum, por mucho que haya perdido ya la fe como espectador. Cine de autorse reserva para aquellos films que demuestran ambición artística más allá de cualquier otra mira, sobre todo si acusan la impronta de quien los hizo, mientras que una película de culto viene a ser la que, por encima de años y tendencias, sigue considerándose imprescindible.



Los actores, sacando ventaja de su nueva condición luminosa, del tamaño irreal de sus efigies y hasta del mágico silencio con que se expresaban, pasaron a ser tenidos por los verdaderos dioses de la vida moderna y la muerte súbita de alguno de ellos, un auténtico contrasentido. Se imitaban sus gestos, sus habilidades, sus atuendos, se aireaban, o se inventaban, sus historias sentimentales, las marcas de los automóviles que aparentaban conducir y, en particular, las viviendas de que disfrutaban, dotadas de lujos y comodidades inverosímiles. Todo, magnificado por los departamentos de prensa de las empresas productoras y sus servidores, los gacetilleros, que glosaban el mundo del celuloide en publicaciones dedicadas a cuestiones cinematográficas y a cuya cuenta habría que cargar buena parte del fenómeno.



Así, las estrellas y astros de la pantalla, tal y como se les denominaba en aquellas revistas, pasaban a formar constelación si eran múltiples. Más estrellas que en el firmamento, rezaba el orgulloso lema de la Metro. Y hoy el término se aplica con indiferencia de sexo y profesión a deportistas, arquitectos, escritores o políticos que pueden resultar, cada cual en su terreno y género, tan estrellas como noventa años atrás lo fueran Mary Pickford y Gloria Swanson o, en un principio, Júpiter y Saturno. Más aún, a veces ni siquiera se traduce ya el término anglosajón, y stars son por derecho propio Penélope Cruz, el tenista Nadal, o cualquier ministro de Hacienda en ejercicio. Starlette, para esa muchacha que aspira a coronar el escalafón, o superstar y superestrella, para quienes lo han rematado de sobra, se mantienen a la orden pero no han traspasado límites, con excepción de Jesucristo en el famoso musical. En cuanto al masculino astro, ha tiempo que entró en decadencia; apenas cabe utilizarlo ya sin una sombra de ironía.



En fecha tan temprana como el primer cuarto del pasado siglo, el inquieto y renovador Gómez de la Serna dio en componer de oídas o, mejor dicho, de «leídas» pues no había pisado en su vida ni habría de hacerlo nunca la que por entonces ya era conocida como la Meca del Cinematógrafo, una novela -Cinelandia - donde echaba mano del lenguaje y las descripciones habituales de los susodichos gacetilleros. En ella, además de adelantarse en varios aspectos argumentales a novelas como The Day of the Locust, de Nathanael West, o Cinematógrafo de nuestro Carranque de Ríos, y al film Bellísima de Visconti, Gómez de la Serna desplegaba con cierto regodeo un extenso y rico vocabulario de la época: luminarias, caras nuevas, cinedrama, fototipias, cinegrafista, fotogenia, niños prodigio, écran, escenarista, gag-men, empezando por el gentilicio correspondiente al título, cinelandeses y, huelga decirlo, por los mencionados astro y estrella.



Gran parte de tales expresiones permanecen vivas aunque con matiz diferente -películas de ensayo, sin ir más lejos-, otras han desaparecido de la circulación o ni siquiera se entenderían de seguirlas utilizando, y las más aparecen teñidas de una suave cursilería inherente a cualquier tiempo pasado. Pero el esfuerzo de incorporarlas al lenguaje literario quedará como logro del vanguardista y multifacético, aquél sí, Ramón.



Vampiresa -otro término de la época y femenino hipotético de vampiro- describe en sentido figurado a la mujer devoradora de hombres, y tiene pese a las apariencias un remoto origen literario. En 1914 la compañía norteamericana Biograph decidió producir una adaptación del poema de Rudyard Kipling «The Vampire». El éxito fue tal que su protagonista, Theda Bara, viose obligada a repetir el personaje una y otra vez acabando por ser tenida como la primera vampiresa del cine. Tras ella vendrían otras, Greta Garbo, Marlene Dietrich, y al traducirse una serie de producciones bianuales norteamericanas Gold Diggers 1933, 1935, 1937, con el común denominador de Vampiresas, por temerse que el vocablo original pudiera inducir a ciertos equívocos, el de busconas sin ir más lejos, aquel término acabaría tomando carta de naturaleza entre nosotros.



Aunque la entidad moral de una vampiresa resultara incierta, debía emitir un halo de distinción llamativo e indefinible que pronto dio en conocerse como glamour, término de origen incierto a su vez -hay quien lo deriva del anglosajón grammar-, extensible a toda mujer que sepa aunar elegancia con atractivo femenino. En la actualidad, es vocablo un tanto desvalorizado por la facilidad con que se prodiga, evaporado ya cualquier síntoma de exquisitez. Esos primeros años treinta, período calificado como el amanecer del sonoro, fueron particularmente ricos en cuanto a neologismos y derivados. Friki no viene directamente del sustantivo inglés freak -monstruo o capricho de la naturaleza-, según pudiera parecer, sino indirectamente de una vieja y aterradora película de 1932, titulada Freaks en plural aunque entre nosotros se diera a conocer como «La parada de los monstruos», aludiendo al elenco de incapacitados y tullidos, algunos en grado inconcebible, que componían la troupe de un circo ambulante. El film resurgió tras ser programado en las televisiones de medio mundo, entre ellas la nuestra, y freak se utiliza actualmente cual sinónimo de tarado moral o psicológico, sirviendo a la par de insulto amistoso. Friki, aplicado a un sujeto, sirve en cambio, según la enciclopedia digital Wikimedia, para «la persona interesada u obsesionada por un tema, oficio o hobbyen concreto».



La lista podría ampliarse ad infinitum pero vale terminarla con gay, el adjetivo que en inglés siempre significó alegre. The Gay Divorcee, aquel musical donde Ginger Rogers y Fred Astaire bailaban el Continental, representaba en el fondo una actualización de La viuda alegre, de Lehar; así como In Gay Madrid, más en el fondo aún, lo era -asómbrense ustedes- de La casa de la Troya, de nuestro Pérez Lugín. Pero el actor británico Cary Grant, tenido en Hollywood por bisexual, hubo de interpretar dos películas donde, por exigencias del guión -luego hablaremos de esta expresión también- aparecía vestido ocasionalmente de mujer. Una era La fiera de mi niña, de 1938, y otra, La novia era él, de 1949. De tal guisa, Grant decía dos frases a propósito de su personaje en semejante situación: gay of all sudden (alegre de repente) en la primera y algo similar en la segunda. Quizá fuera una «morcilla» del actor o quizá el uso del término correspondiese al único de los cinco guionistas que interviniera en ambas: un tal Hagar Wilde. En cualquier caso, desde la segunda mitad del siglo pasado, el epíteto comenzó a usarse en sustitución de los muy variados con que en cualquier lengua se conocía a las personas que prefieren el propio sexo. Gay, con este nuevo sentido, implica una cierta dosis de comprensión y humor que permite incluirlo sin estridencias en cualquier conversación discreta y aún familiar.



A manera de los escritores o pintores cuyas formas creativas acabaron por traspasar el terreno propio para regalarnos un nuevo adjetivo -dantesco, sádico, goyesco, kafkiano- , ciertos directores y más de un intérprete disponen de su calificativo particular. Y cada vez oímos con mayor frecuencia describir a un personaje o una situación de la vida real como fellinianos, buñuelescos o berlanguianos. Término este último que, dicho sea de paso, bien cabría incorporar al Diccionario de la Española, cual homenaje debido a quien nos ha proporcionado una visión agridulce y conmovedora de nosotros mismos, además de ser, de puertas adentro, nuestro primer creador cinematográfico.



Otro tanto puede decirse de ciertos intérpretes que rebasaron los límites de la popularidad. Véase el landismo, aplicado a ciertas comedias del período desarrollista donde el actor navarro, en calzoncillos por lo general, era figura poco menos que imprescindible, y el ya citado cantinfleo o cantinflesco. El primero de la serie fue, sin duda, Charles Chaplin, con la particularidad de que, en su caso, tanto contó el autor como el personaje, aunque no diese lo mismo hablar de un incidente chaplinesco que calificar de charlotada una corrida de toros o recurrir al diminutivo charlotín para herir alguna que otra susceptibilidad; sin olvidarnos de aquel ¡Esto es el fin, Chaplín! como a veces se daba cualquier asunto por concluido, con un punto de melancolía.