La grande bellezza, de Paolo Sorrentino
Ha llegado Paolo Sorrentino y ya hay razones para la controversia y los juicios irreconciliables. El año pasado presentó la película más abominable de la competición,
Un lugar donde quedarse, y este año ha entregado la más deslumbrante, al menos en lo que va de festival.
La grande bellezza se postula seriamente, colmando sus ambiciones, como
La dolce vita de nuestros tiempos, un viaje al fin de la noche romana (una cita de Céline da paso a casi dos horas y media embriagadoras) que nos sumerge en la decadencia y el hedonismo de la Roma berlusconiana, con su glorificación de lo hortera. Las fiestas del periodista Jep Gambardella (inmenso Toni Servillo), a quien podemos imaginar como un Marcello Rubini (Mastroianni) envejecido, en la terraza de su apartamento con vistas al Coliseo deberían sacar los colores al Jay Gatsby de Luhrmann.
Recién cumplida la edad de jubilación, pero conservando el encanto de un seductor que conoció tiempos mejores, transita livianamente por las ansiedades de su edad, entre la dulzura y la amargura, dudando si retomar su condición de novelista flaubertiano -escribió de joven su única novela, de reputación indeleble- para volcar las memorias de su primer amor. "Dejé de escribir porque fracasé al querer atrapar la belleza del mundo", dice.
En su obsesiva búsqueda de la sublimación estética, la película opera bajo la ebriedad del exceso y el frenesí barroco, del delirio poético y la celebración carnal. Todo se tiñe de un abrumador desencanto, de la parálisis de la derrota y la soledad.
Sorrentino nos conmina a descubrir su sentido epicúreo de la belleza y su inquietud espiritual frente a la muerte a través de los ojos de un privilegiado observador, un cronista implacable de la fauna romana, de sus vicios y santerías. Y desfila así frente a nosotros la estrambótica galería de personajes -una stripper madurita, una editora enana, un poeta que solo escucha, una vieja
vedette convertida en monstruo de silicona, una artista precoz del
action painting, un vidente misterioso, un cardenal obsesionado con la gastronomía, una santa centenaria...- abriéndose paso con abigarramiento felliniano, entre la realidad y el sueño, embriagado, como exhortó Baudelaire, de virtud, vino y poesía. En
La gran belleza, Sorrentino también persigue al Fellini de
Roma y de
Giulleta de los espíritus, al Antonioni de
La noche, al Proust que escribió sobre la nada para desentrañarlo todo.
El autor de
Las consecuencias del amor comparte su ebriedad. Arma una sucesión sensiblemente anárquica de situaciones anecdóticas en un envoltorio elegíaco, se propone filmar la gran comedia de la banalidad contemporánea y confrontar la armonía de la belleza clásica -esa frente a la que se desmaya el turista japonés en el arranque del filme- con la hipertrofia de la contemporánea, mediante dispositivos de creación a veces mágicos y a veces grotescos. El italiano pasa por su centrifugadora visual acaso demasiados temas y preocupaciones para retratar el naufragio de Gambardella y su mundo, y de ahí que su desvío hacia la espiritualidad en el último tramo del filme acabe mermando el placer y la fascinación del viaje. Víctima pero también beneficiaria de sus excesos, como toda borrachera que no está libre de
resacas, hay en la película quizá tantas razones para odiarla como para aplaudirla (ha recibido de hecho la mayor ovación hasta ahora), y por eso mismo hay que tenerla muy en cuenta en la contienda por la Palma de Oro.
Michael Douglas y Matt Damon en Behind the Candelabra, de Steven Soderbergh
Surgida de los laboratorios de la HBO,
Behind the Candelabra es otra película de Steven Soderbergh -la quinta en tres años- filmada en modo automático, si bien hay algo especial en ella que la diferencia sensiblemente respecto a sus trabajos más recientes,
Indomable,
Magic Mike,
Efectos secundarios y
Contagio. Por un lado, la evidencia de un
Michael Douglas que se postula con seriedad para el Oscar (y la Palma, claro) en su magnífica encarnación de Walter Liberace, un pianista y compositor homosexual reconvertido en excéntrico
showman que se adelantó a la estética
kitsch de Elvis, al estrellato de Madonna y la extravagancia de Elton John o Lady Gaga, a la obsesión enfermiza por el lujo y la eterna juventud -pasando por quirófano- de las celebridades de hoy. Por otro lado, en su recorrido de varios años por el mundo del
showbusiness en la América de finales de los años setenta y la década de los ochenta -la gloria y la decadencia, la comedia y el drama-, a través de la vampírica y posesiva relación que Liberace mantuvo con el adonis Scott Thorson (Matt Damon), el filme exhibe un sentido del humor y un contraste de tonos infrecuente en Soderbergh.
Como es habitual en el cine del norteamericano, la solvencia y la profesionalidad se imponen a los gestos de un creador de mayor vuelo, más imaginativo o excéntrico, más ambicioso.
Behind the Candelabra convence como crónica de un amor extraviado en el vértigo del lujo y la fama, incluso como retrato ambiental de un tiempo y un lugar, a pesar de su diseño de producción televisivo. Hemos disfrutado la implicación y el lucimiento de dos actores que encuentran la medida de sus personajes,
la comedia nos ha hecho reír y el drama nos ha dejado fríos, la medida del relato no justifica 120 minutos algo estirados. Tampoco su energía cinemática ofrece las señales perdurables de un verdadero estilo, como hiciera Paul Thomas Anderson en
Boogie Nights, una más que manifiesta referencia del filme. Con todo, deberíamos alegrarnos de que Soderbergh haya decidido tomarse un descanso.
Valeria Bruni Tedeschi y Louis Garrel en Un castillo en Italia
También se ha presentado la segunda película italiana en la selección a concurso,
Un castillo en Italia, tercer largometraje de Valeria Bruni Tedeschi, actriz que recordamos con admiración en su papel para
Un couple parfait, de Nobuhiro Suwa, y autora de E
s más fácil para un camello... y
Actrices. Cautiva su audacia tanto delante como detrás de la cámara, filmando con libertad y frescura una autoficción en la que relata una nueva historia en el festival sobre los infiernos y perversiones del triángulo riqueza, poder y fama. (Y ya van muchas: Luhrmann, Coppola, Miike, Sorrentino, Soderbergh, Claire Denis...). Diferencia a Bruni Tedeschi del resto su coraje para expiar un relato en clave autobiográfica, dedicado a su hermano fallecido de SIDA, y cuyos últimos días convoca en el film, así como la venta del castillo familiar, su relación con el actor Louis Garrel, su inconsumable deseo maternal. La hermana de quien fuera la mismísima primera dama de Francia retrata su mundo interior y su entorno familiar en un tono desenfadado y sin indulgencias, invitando a la autoparodia pero sin esquivar la dulzura, si bien
la distancia entre las imágenes y las emociones no invita nunca a habitar su universo, por más que se esfuerce, sino más bien a contemplar la película como un voyeur repartiendo compasión. Es mucho más fácil (y tentador) entrar en la Roma de Sorrentino.