Bruce Dern y Will Forte en Nebraska
Nebraska no tiene nada que ver con el álbum de Bruce Springsteen (de hecho, el tema homónimo glosaba la historia criminal de Kit y Holly, filmada por Terrence Malick en Malas tierras), pero su trazado emocional sí es análogo al de Una historia verdadera. La obra maestra de David Lynch bien podría ser algo más que una inspiración resonante en la película. El resultado, sin embargo, no es tan profundo ni conmovedor, quizá porque los retratos de Payne de la particular (y cómica) tipología del poblador del Medio Oeste rayan en ocasiones lo caricaturesco, con una tendencia al humor fácil que siempre ha estado pegada a la piel de su cine. Aún y con todo, la melancolía que impulsa esa búsqueda del pasado, con la deliciosa participación de Junn Squibb en el papel de la madre (verdadera portada de la memoria histórica familiar), y la emotiva relación filial que en ella se origina, no se ve en modo alguno neutralizada. El sentido pictoricista con que Payne filma los paisajes hopperianos juegan un papel esencial en todo ello. Su cualidad de fin del mundo (de una América que envejece y se muere) genera un verdadero estado del alma, el de unos paisajes vacíos, agrestes y polvorientos que funcionan como apéndices anímicos del interior del drama y los personajes. Imposible no pensar en el mejor Bogdanovich, el de La última película y Luna de papel.
Payne es un poeta del Medio Oeste americano dotado de una cualidad especial para profundizar, siempre desde la aparente ligereza cómica, en las razones profundas de sus personajes, que casi nunca se explicitan en los diálogos, sino en el flujo de las relaciones que establecen entre ellos. Estila una comprensión humanista, proyecta un afecto y sensibilidad hacia sus criaturas infrecuente en el cine, que con Nebraska parece conquistar una cima hasta ahora no escalada en su filmografía. Ha ido afinando el trazo de sus pinceladas y la inteligencia de su mirada. Al final de un agridulce viaje de 800 kilómetros, de un pueblo de Montana a otro de Nebraska (el ‘macguffin' es cobrar un falso premio de un millón de dólares), tras el reencuentro con viejos amigos y la visita a una casa abandonada, el pretérito de la familia Grant, y sobre todo los secretos un padre afectado de incipiente demencia senil, se revelan para ser exhumados frente a nosotros con una densidad que parece improbable de alcanzar con tan pocos elementos, con tan poca información, más con silencios que con palabras. La ovación fue justificada.
Robert Redford en All Is Lost, de J. C. Chandor
Semejante dispositivo bien podría ser la prueba de fuego de cualquier cineasta. Encerrarse a lo largo de dos horas en un espacio cerrado (primero un velero y luego un bote de supervivencia), espiando con detalle la desesperación y los gestos de un solo personaje y persiguiendo el ritmo necesario para que, como el náufrago, no abandonemos la esperanza ante el milagro, representa un verdadero tour de force. Los resultados pueden ser catastróficos. No es el caso de All is Lost, que al final cumple satisfactoriamente con sus ambiciones, evitando además la épica triunfal y sentimentalista (o espiritual, como Ang Lee en La vida de Pi). La metáfora que envuelve un relato tan sencillo, pero tan difícil de representar en la pantalla sin caer en el aburrimiento o el espectáculo de saldo, no cesa de apelar al naufragio financiero. Las pistas son escasas pero significativas. Ante la inminencia de su final, el hombre escribe que todo está perdido y pide perdón por ello. Su velero ha colisionado con un container a la deriva cargado de zapatillas supuestamente fabricadas en Asia (es el océano Índico), todos los recursos de una semi-lujosa embarcación perfectamente equipada para hacer frente a las embestidas van desplomándose a su alrededor, relevándose inútiles, tragados por el mar. Quedan finalmente solos, enfrentados a cara descubierta, el hombre y el océano. La condición humana reducida a la nada material, completamente incomunicada, donde solo cuentan el valor del ingenio, el estoicismo y el coraje.