Maribel Verdú en 15 años y un día, de Gracia Querejeta

Gracia Querejeta insiste en diseccionar las heridas de la familia en '15 años y un día', ganadora de la Biznaga de Oro en Málaga. Con Maribel Verdú y el joven Fernando Valverde, el filme reflexiona sobre el terror a madurar.

El miedo tiene mala prensa. Exhibir miedo es obviamente de cobardes y por extensión, de malos toreros. Y, sin embargo, en determinadas culturas (las menos, la verdad), la persona temerosa, aquél que admite su pavor, no hace sino reconocerse ante los demás como alguien inofensivo y, de paso, capaz de plegarse al poder protector de la sociedad, de sus normas. Es decir, es de buenos hombres, de ciudadanos ejemplares, saberse miedoso, quizá cobarde, y hacérselo notar a los demás. 15 años y un día habla de esa extraña sensación que, dicen los fisiólogos, aumenta la presión arterial, añade glucosa en sangre y, entre otros síntomas, detiene el sistema inmunitario. De alguna forma, nos deja indefensos. Pero, sobre todo, se detiene en uno de los miedos más comunes y, por ello, paralizantes: el terror a crecer; una modalidad de pánico a la que nadie es ajeno. Ni los que por edad crecen, ni los otros; es decir, aquellos que han cumplido los años suficientes para estar en disposición de negarse a hacerlo. El matiz importa.



Cuenta la directora que el primer germen de la cinta nació cuando descubrió en los ojos de su propio hijo adolescente algo extraño, algo ajeno; un brillo de incertidumbre entre la certeza de un universo que se desmorona. Tan contradictorio. Y de ahí surgió el relato preciso y pleno de ese estado fundamentalmente turbio de eso que el tiempo ha dado en llamar adolescencia. Porque, en pocos sitios, digámoslo así, el miedo es algo tan físico y notorio como en el estado intermedio entre la infancia y la incertidumbre; en ese estado empañado del alma al que conduce la contemplación dolida del universo. Tan cursi, tan crudo, tan adolescente.



De nuevo, como en gran parte de su filmografía, Querejeta dedica todo su empeño a rastrear los campos magnéticos de la familia. Un crío incapaz de entender lo que le ocurre (problemático, dicen) es enviado por su madre a pasar una temporada a casa de su abuelo; un tipo estricto, militar de profesión, de otro tiempo. Los problemas no han hecho más que empezar. Lo que sigue es el relato veraz y limpio de un viaje alrededor del terror de la responsabilidad, el pavor a ser abandonado, el pánico a no llegar a lo que los demás esperan... Y por eso ya no se trata tanto de cosas de adolescentes como de cualquiera de nosotros. Y así, la cámara de Querejeta avanza con los ojos abiertos entre los restos de unos personajes compuestos de todo aquello que les inmoviliza. La idea es capturar las señales que les delatan: el peligro dilata las pupilas, frunce el entrecejo y bombea la sangre a los músculos mayores. Por si hay que huir. La idea es hacer consciente, visible, todo aquello que nos delata como los seres asustados que somos. Quizá cobardes.



La película, que mereció la Biznaga de Oro en el festival de Málaga, se maneja así como un drama disimulado por el amago de un thriller que ni añade ni resta tensión. Importa el gesto desnudo de la cámara. Y es aquí donde el esfuerzo de la puesta en escena luce en manos de una historia sostenida entre miradas cruzadas, monólogos heridos... Sin duda, un trabajo de dirección brillante e intenso. Y, por supuesto, sin miedo. O, mejor, con el miedo justo que delata una película delicada y honesta.