Fotograma de Condenados, de Atom Egoyan.

Paradise Lost, una trilogía de documentales basados en el célebre caso de los Tres de West Memphis, me dejó fascinado cuando la vi por televisión. La primera parte, y mejor, dirigida por Joe Berlinger y Bruce Sinofsky, nos cuenta de manera espeluznante lo que sucede en un suburbio pobre de Arkansas cuando tres niños son asesinados. No solo esos terribles homicidios, también la obsesión de la policía por endosar la culpa a tres adolescentes aficionados al heavy metal en un inverosímil y ridículo crimen "satánico". Versión libérrima de la eterna historia de las brujas de Salem, Paradise Lost es una obra maestra por cuanto proyecta en la pantalla los mecanismos de fanatismo y estupidez que surgen cuando la sociedad se siente amenazada. Es también un testimonio impagable de esa América profunda habitada por obesos y paletos que el cine de Hollywood muy raramente, o nunca, nos muestra.



A aquella primera parte le sucedió otra en la que veíamos los leves avances del caso y terminaba con la liberación de los falsamente acusados. Hace pocos meses se estrenaba otro documental, West Memphis 3, producido por Peter Jackson, en el que se investigaba en la autoría del crimen. Parece lógico que aunque los avezados ya sintamos un cierto agotamiento con la historia, Hollywood haya decidido hacer una película de ficción sobre el asunto con grandes estrellas. Atom Egoyan, hombre de prestigio indudable forjado en filmes como Exotica o El dulce porvenir a priori parece una elección acertada. Sin duda, Colin Firth y Reese Witherspoon son actores con talento y nada hacía prever que Condenados (título español del más explícito Devil's Knot) fuera un desastre.



Hace ya 20 años que mataron a los niños y desde entonces la historia se ha vuelto tan grande y complicada que para empezar Egoyan se equivoca al tratar de abarcarlo todo: el misterio de la identidad del asesino, la absurda condena de los adolescentes, el retrato de la América profunda... Demasiado para una película de dos horas y media. Y para continuar, lo más interesante de tan espeluznante caso no aparece por ninguna parte. Damien Echols, líder de los acusados, que en los documentales es un chico fascinante en su mezcla entre arrogancia, inseguridad, perplejidad y carisma, se queda en nada en la película. Cobra importancia la figura del detective privado interpretado por Firth y la película se apunta a la tesis de la autoría de uno de los padrastros sin ofrecer tampoco argumentos convincentes.



Y Egoyan no resiste la tentación de hacer una película de Hollywood pura y dura. Por ejemplo, una de las cosas más fascinantes de los documentales es ese peculiar acento dulzón y cantarín de Arkansas que aquí brilla por su ausencia ya que los actores hablan en el inglés neutro habitual. Tampoco vemos por ninguna parte la cutrez real de sus verdaderos protagonistas desdentados e ignorantes y todo está embellecido para resultar más digerible por el gran público. Al final, no queda muy claro qué quería contar Egoyan y es una pena que con material dramático tan potente haya hecho un telefilme de segunda clase.



También se ha proyectado hoy la interesante For Those Who Can Tell No Tales, de la directora bosnia Jasmila Zbanic, conocida por aquella espléndida Grbavica. Zbanic regresa a su Bosnia natal y al conflicto que la destrozó. Cuenta lo que le sucede a una joven australiana que viaja a Sarajevo como una turista y regresa a Sidney espantada por la crudeza de una guerra en la que toda barbarie fue posible. Es una película de apenas hora y cuarto en la que la directora reflexiona sobre un tema crucial: ¿hasta qué punto el olvido es necesario? ¿y ético? La eterna paradoja en la que se mueven los lugares en los que han sucedido cosas terribles -si es mejor mirar adelante con lo que todo ello tiene de traición a los muertos, o rendirles eterno culto con el riesgo de la inmovilidad- está bien planteada en una película sencilla y reflexiva que nos obliga a volver a mirar al mayor espanto sucedido en Europa en el último medio siglo.