Albert Serra pasea Historia de mi muerte por museos.

Tras su paso por el Festival de Locarno, donde consiguió el Leopardo de Oro, Albert Serra pasea 'Historia de mi muerte' por museos (el Pompidou y el Reina Sofía ya la han proyectado), escenarios naturales del director en los que muestra la calidad de un filme de extraordinaria orfebrería audiovisual capaz de reunir en formato panorámico a Casanova y Drácula. Serra habla de todo ello con El Cultural.

La historia, con mayúsculas, está hecha del mismo material que el mito: el relato, la palabra, la escritura y el olvido. Palabra a palabra, frase a frase, olvido a olvido, la historia y el mito, pasando de boca en boca, de artista en artista, pueden llegar a convertirse en un todo indiferenciable, un gran relato en el que la verdad se entremezcle para siempre con lo falso.



Algo así es el juego que propone Albert Serra (Banyoles, 1975) en su nueva película, Historia de mi muerte (2013), en la que retoma la ¿verdadera? historia de un personaje real, Giacomo Casanova, para entrecruzarla con otro inventado, el conde Drácula, y construir un relato en el que Serra hace lo que todo buen artista debería hacer: mentir, jugar, manipular, poner el mundo al servicio de sus intereses. "Ningún plano, ninguna situación remite a nada que haya podido pasar en la realidad; quería conseguir el desgajamiento total del mundo", explicaba este verano Serra a El Cultural mientras apuraba los días trabajando en la copia final de la película, estrenada internacionalmente en el Festival de Locarno, de donde volvería con el Leopardo de Oro a la mejor película.



Inmensidad natural

Esa intención de separar la película de todo lo conocido desemboca en un trabajo que se aleja también de las anteriores películas del cineasta, primero en el plano más físico, cambiando los espacios abiertos, la inmensidad natural en la que Serra retrataba a sus actores no profesionales, amigos de su pueblo natal (retratos realizados siempre sin ápice de romanticismo y con grandes dosis de humor), por las amplias estancias de un castillo suizo, recargadas y plagadas de detalles, y también en el sistema de rodaje y escritura, porque por primera vez, Serra trabajó con algo similar a un guión convencional: un sistema de escritura de diálogos con el que conducir las largas improvisaciones de los actores hacia el gran artificio que tenía en mente.



El resultado es una orfebrería lingüística y audiovisual, deudora en gran parte del trabajo teatral y videoartístico que Serra ha desarrollado en los últimos años, sin relación alguna con el naturalismo o la verosimilitud, y más encaminado a trazar el camino por el que transita la película: la búsqueda de una belleza por encima de lo real, lo plausible, lo verosímil y lo cotidiano. Construida como un collage infinito, la película suma capas y elementos, diálogos, referencias, ideas y humor, en una búsqueda fascinante de algo que está entre el terror gótico, el relato de aventuras y la caída de los dioses: "En otras películas iba quitando elementos para quedarme con lo esencial, aquí es todo lo contrario: ir añadiendo capas, literatura, historia, sexo, diálogos, acción, género, para llegar a lo mismo. Es una película que va sumando sin ningún prejuicio, sin coherencia, aunque narre, como las otras, un pequeño viaje, una transformación".



Pero si hay algo que aleja esta película de los anteriores trabajos de Serra, como Honor de Cavallería (2006) o El cant dels ocells (2008) es el extraño estado de somnolencia, de vigilia extendida, de sueño eterno, en el que parecen habitar los personajes, que actúan, hablan, piensan, ríen y son filmados como si vivieran fuera del tiempo y el espacio. Si sus anteriores películas trabajaban sobre un plano físico y palpable, con hombres que caminaban por paisajes vacíos (siempre a un pie de la trascendencia, siempre mitigada por un peculiar sentido del humor), en ésta los personajes parecen flotar en un espacio soñado. Construida como un viaje de la luz a la oscuridad, la película no es en ningún caso un filme de época, aunque juegue con las referencias, el vestuario, la luz y los diálogos de finales del siglo XVIII, sino más bien una ilusión atemporal, un espacio perdido en una dimensión paralela en la que personajes de ficción y personas reales conviven con naturalidad mientras ven derrumbarse el mundo de la luz hacia la época de las tinieblas.



"La película -dice Serra- retrata, de forma paralela a la vejez de Casanova, el final de ese mundo del XVIII, el mundo de la ligereza, de las mujeres, de la sensualidad, etc., y el comienzo del romanticismo: el mundo de la violencia, del sexo. La película retrata estos dos imaginarios, pero de manera muy libre: es como una fantasía. La manera en que se va desarrollando la historia hace que no sepas exactamente dónde está la verdad, la historia, o los personajes". Sin embargo, hay algo en lo que Serra no parece haber cambiado: la libertad absoluta a la hora de plantear sus rodajes, que cada vez parecen crecer más y más, extenderse más y más, en la antítesis del camino que sigue una industria acuciada por el dinero y obsesionada por la falsa, además de perversa, idea de "aprovechar el tiempo". Si en su proyecto Els tres porquets (Los tres cerditos), comisariado por la Documenta de Kassel, Serra realizó una película de 101 horas de duración rodando durante casi cien días, para Història de la meva mort rodó un total de 440 horas para una película de dos horas y media de duración que tardó año y medio en montar. Un maximalismo que sólo permiten las tecnologías digitales (y sus productores franceses) y que tiene tanto que ver con las ambiciones artísticas como con una visión del cine que entiende el juego como único camino para el descubrimiento y el aprendizaje, el error y el acierto, lo sucio y lo sublime.



El sentido del montaje

Una libertad que Serra lleva al extremo, confiando tanto en su equipo, a los que apenas da instrucciones para rodar, y en los actores, a los que filma dialogando durante horas y horas, como en el proceso de montaje, el lugar donde verdaderamente da forma y sentido a la película. En una entrevista con la revista canadiense Cinema Scope, realizada en Locarno, Serra contaba el porqué del formato panorámico en su película, frente al tradicional formato 4:3 (cuadrado) de sus anteriores filmEs: "La película está rodada en 4:3, pero a mitad de rodaje me di cuenta de que tenía que ser panorámica (2.35), pero no le dije nada al fotógrafo, así que rodó toda la película para el formato cuadrado, y yo en montaje recorté las imágenes. El resultado es un tanto extraño, composiciones absurdas, resultado de mi decisión de no decirle nada al director de fotografía". Porque pocos realizadores como Serra son capaces de trabajar con tanta precisión sobre algo tan incontrolable como el azar, la improvisación y la libertad. De bailar con eso nace, no solo, una gran película, sino también una película que es, en palabras de su realizador, unfuckable. Tan distinta a todas que no hay por donde atacarla.