Image: Hongos en el corazón

Image: Hongos en el corazón

Cine

Hongos en el corazón

27 septiembre, 2013 02:00

Michel Gondry presenta La espuma de los días, la adaptación de la obra de Boris Vian.

Michel Gondry presenta su particular visión de 'La espuma de los días', de Boris Vian. El director de 'Olvídate de mí' construye una metáfora visual sobre unos seres expulsados del paraíso de la inocencia y se reivindica en el linaje de los artesanos del trucaje cinematográfico.

Es difícil pensar en alguien más adecuado que Michel Gondry para adaptar la inadaptable novela de Boris Vian La espuma de los días. El polímata francés fabuló en esta novela, ¡escrita en dos días!, con un París de fantasía, mágico y surreal, que ya llevó a la pantalla en 1968 Charles Belmont sin apenas trascendencia. Los derechos de autor pasaron a ser de dominio público hace apenas cuatro años, de ahí quizá el regreso del cine francés, en una producción de pedigrí, a este pequeño hito de la literatura gala.

El ingenio para la puesta en escena de universos semioníricos del director de Olvídate de mí se antoja en perfecta confabulación creativa con el espíritu del Sátrapa Trascendente -como nombró a Boris Vian el Colegio de Patafísica-, y especialmente con La espuma de los días, un relato en el que confluyen varias historias de amor protagonizadas por seres de alma aniñada (Colin y Chloe, Chick y Alice, Isis y Nicolas) en un universo donde los objetos y animales son animados, los pianos traducen la música en cócteles y los vómitos del filósofo Jean-Sol Partre gobiernan el mundo de las ideas.

Después del trayecto en autobús que ocupaba todo el metraje de la más que reivindicable The We and the I (que no se ha estrenado en salas españolas), Gondry regresa al que parece ser su territorio predilecto, la construcción de fantasías visuales de carácter artesanal. En La ciencia del sueño llevó su discurso visual algo más lejos que en Olvídate de mí, y ahora con la delirante imaginería de la novela de Vian disfruta como un niño dando rienda suelta a un diseño artístico y a una planificación visual hiperelaboradas, en la que el cine se entrega sin concesiones al territorio de lo lúdico. El director galo llena cada plano de arabescos y detalles fantasiosos, la ingeniería de bricolaje escénico y trucos de imagen (sin apenas intervenciones digitales, algo que Gondry ha convertido en un mandamiento) no se toma ningún respiro a lo largo de las más de dos horas, excesivas, de metraje.

El lirismo de las imágenes

En este sentido, el filme es realmente único, inapelable en su ejecución, como si fuera la perversión hipertrofiada del arte cinematográfico de Jean Cocteau, pero su exclusividad corre pareja a la dificultad para ser digerido en toda su extensión. El resultado, que cruza la dimensión estrictamente barroca, no cesa de aturdir, de eclipsar todo lo demás, de interferir en el supuesto lirismo de las imágenes. Ese "todo lo demás" es probablemente lo que en su día Raymond Queneau calificó como "la más desgarradora novela de amor contemporánea", aquella en la que un diletante millonario (Romain Duris) se enamora de una joven (Audrey Tatou) con el corazón tan fértil que crecen nenúfares en él, con consecuencias nefastas para su salud.

El fulgurante colorido con el que arranca el filme -y que tanto lo emparenta con Amelie, penosa sensación a la que no ayuda el protagonismo de Tatou- se destiñe gradualmente, hasta llegar al absoluto blanco y negro, a medida que el universo hostil que corrompe a los personajes va resquebrajando la dimensión fantasiosa que han construido a su alrededor. Se trata de una estrategia cromática admirable, aparte de una pertinente metáfora visual sobre unos seres expulsados del paraíso de la inocencia, pero finalmente deviene hueca, carente de recorrido poético. Gondry se reivindica una vez en el linaje de los artesanos del trucaje cinematográfico que nació en Meliés y Segundo de Chomón, pero en esta ocasión su febril creatividad ha colapsado por saturación. La ebanistería de Gondry abrillanta la cáscara del filme, pero se ha olvidado del corazón, al que en lugar de nenúfares, le crecen hongos. carlos reviriego