Sergio Hernández y Paulina García en Gloria.
El cine chileno vive un asombroso periodo creativo. Producida por Pablo Larraín (autor de 'No'), llega a nuestras salas la prodigiosa 'Gloria', de Sebastián Lelio. Este asombroso retrato de una mujer solitaria completa en la figura de la actriz Paulina García una obra maestra sobre la reconstrucción y la soledad.
Nada, pero una nada con sentido. Pongamos Gloria, la película del chileno Sebastián Lelio y producida no por casualidad por Pablo Larraín. Si se quiere, y por forzar la metáfora, la cinta se antoja una continuación natural o lectura desviada de la trilogía formada por Tony Manero, Post mortem y No. Sobre el papel, nada tiene que ver el cine política, histórica y profundamente extraño de Larraín con la cotidianidad herida que plantea esta película. Y, sin embargo, es su capacidad, otra vez, metafórica lo que les une. Su vocación de construir el mapa genético de un país, primero, y de la propia existencia, después, convierte a todas las cintas en miembros de la misma familia semántica. Gloria cuenta la historia de una mujer sola (inmensa la actriz Paulina García) y lo hace con una sinceridad que asusta. Sobre la pantalla discurre simplemente una vida perdida, como todas, entre vecinos locos, amantes esporádicos, familiares cariñosos y gatos sin pelo. Eso y un sonido constante de canciones atronadoramente horteras.
La mujer pertenece a esa generación habitualmente sin voz: demasiado mayor para imaginar futuros; demasiado joven para importar su pasado. Ni protagonizó la historia de lo que le rodea ni será lo que los sociólogos tristes llaman un agente de futuro. Y es ahí en su indefinición donde acaba por parecerse demasiado a este tiempo irrelevante y a esta existencia (cualquiera de ellas) perfectamente olvidable. Y con polvo.
El director se limita a colocar la cámara bien cerca (demasiado incluso), hasta el punto exacto en el que la mirada se contagia de la misma enfermedad de la protagonista. Ejemplar el uso calculado de lo que se calla y brutal el ruido de los silencios entre una música definitivamente demasiado alta. Y, así, poco a poco, la vida anónima, lineal y profundamente antimetafórica de un personaje cualquiera adquiere el hálito existencial de lo ejemplar, de lo paradigmático. No se trata tanto de dar voz a los que no la tienen. Lo que hace Gloria es mucho más relevante en su empeño de otorgar sentido. No se trata de una opción moral sino cognoscitiva. Gloria, como metáfora, es la estructura y posibilidad del propio conocimiento. Hemos llegado. De repente, Gloria se transforma en la mejor imagen posible de un país entero castigado que pugna por reconstruir lo que queda de su dignidad. La vida errática de Gloria adquiere el significado profundo y herido de lo que somos. Las metáforas son así. Gloria es un milagro metafórico que obliga a cantar Gloria, de Umberto Tozzi, porque, en efecto, su historia se parece demasiado a la de cualquiera. "Faltas en el aire, Gloriááá". Patético. Ridículo incluso. Una obra maestra.