Toni Servillo en un momento de La gran belleza.

La belleza o la vida. Paolo Sorrentino entiende que la una sin la otra no tienen sentido. De eso, y de tantas cosas, nos habla 'La gran belleza', una obra maestra herida, excesiva, sublime y profundamente ridícula. Como no podía ser de otro modo. Sorrentino invoca al autor de 'La dolce vita' en la película más enfermizamente felliniana desde su muerte.

Mientras no hay en la tierra imágenes visibles de la sabiduría, sí hay imágenes visibles de la belleza. La frase es de Platón y, a su manera, guía a Sócrates en el Fedro. En definitiva, lo que duele (pues hace daño) es saber que cuesta encontrar la Verdad en las cosas terrenales y, sin embargo, resulta hasta sencillo, aunque efímero, constatar cómo brilla la Belleza en ellas. Decir que algo es y es verdadero, es idéntico. En cambio, no es lo mismo exactamente decir de algo que es y que es bello. Y ahí, en esa quiebra estética y hasta ontológica (y ya sentimos la clase de filosofía ahora que desaparece de la secundaria), es donde se sitúa La Grande Bellezza, probablemente la película más enfermizamente italiana que ha dado Italia desde la muerte de Fellini.



"Los italianos", dice el director Paolo Sorrentino, "mantenemos una relación extraña con la belleza. Tengo la impresión de que vivimos tan obsesionados con ella que no tenemos ningún problema en maltratarla en cuanto tenemos ocasión. También la fealdad es una manera de relacionarse con la belleza". Y como testigo de lo que dice presenta la que sin duda se postula a ser, por excesiva, una de las películas de la temporada. Porque La Grande Bellezza no es tanto una película como la descripción pautada de todo lo que queda cuando no queda nada; de esa sensación vana que precede a la aceptación tranquila de lo absurdo de todo. De todo esto.



No es tanto melancolía como lucidez; no es dolor, es belleza. Cuenta el director que la película ha tenido algo de viaje hacia sí mismo, de reencuentro. Su cinta anterior, Un lugar donde quedarse, le llevó a Estados Unidos de la mano de un Sean Penn travestido y fuera de sí en un periplo tan excesivo como su propia manera de entender el cine. "No me arrepiento. De algún modo, esa película fue la culminación de un sueño. Pero no me veo capaz de volver. Tenía esa historia que necesitaba ser contada allí y ya está". Y en la contundencia de la afirmación deja lo más parecido a una declaración de principios. Sorrentino se antoja tan italiano que, admitámoslo, roza el ridículo. Exactamente igual que La Grande Bellezza, una película que, pese al empeño de la distribuidora, no admite traducción al castellano: La gran belleza. En la exageración de la doble ‘zeta' respira toda el ansia de esplendor y ridiculez de la que es capaz. En la sensación, tan fútil como breve, de plenitud que precede al vacío se localiza el significado a la vez profundo y patético de lo bello; la exaltación justo antes de la nada, de la muerte. En efecto, eros y tanatos, dicen los clásicos (¿por qué no Platón?), se parecen demasiado.



Toda la película transcurre en una Roma mortecina e inútil; excesiva y decadente; exuberante y ridícula; santa y puta. Un escritor que dejó de escribir después de su primer libro cumple 65 años. En todo ese tiempo, desde la primera juventud herida al inicio de la vejez, puede presumir de no haber hecho nada. Solo consumir el tiempo ante la evidencia de que nada tiene sentido.



Y en ese proceso de vaciamiento, de disoluto vagar por cuerpos extraños, camas ajenas, fiestas ruidosas y tetas desproporcionadas, el hombre (de nuevo el inmenso Toni Servillo) se confunde con la ciudad que cobija su silencio, su estupidez y su abismo. De hecho, como dejó demostrado Fellini, Roma no es tanto una ciudad como un estado del alma, una inquietud que se alimenta de la carne hasta el desfallecimiento. La urbe más espiritual del planeta no es más que una trampantojo para turistas, ‘paparazzi' y desorientados. "Los verdaderos habitantes de Roma son sus turistas", se escucha en la película. Y justo en ese momento uno no puede por menos que sospechar que no es de Roma de lo que se habla sino del mundo entero. De repente, la existencia reducida a un extraño deambular entre el simple turismo y el vagabundeo sin rumbo.



"No busco hacer imitaciones. No quiero copiar La dolce vita", dice Sorrentino, "pero sería absurdo pretender hacer cine ignorando a Fellini. No me atrevo a decir que estoy influido por Amarcord, La dolce vita o Julieta de los espíritus, simplemente soy esas películas. Veo el mundo a través de ellas... Y no creo que en esto sea diferente a cualquier director italiano". Y no queda más que darle la razón.



Sorrentino consigue así crear un mundo propio e infectado cuyas venas se ofrecen de par en par a la sangre de gente como Fellini, De Sica o Risi; un universo operístico que se abre a los sentidos como una flor enferma. Por su cine discurre (un cine que empieza en Il divo y continúa aquí) una Italia brutal, televisiva, ‘berlusconiana', ‘tangentiniana', antigua, apolillada y furiosamente reprimida. Y, sobre todo, ‘andreottiana'.



-¿Qué sintió al escuchar que Andreotti (Il divo) había muerto?

-Me disgusté. La verdad es que le estoy muy agradecido. Pocos me han ayudado tanto en mi carrera. Por lo demás, cuando el mal alcanza cotas tan altas de inteligencia no queda más que quitarse el sombrero. Sobre todo viendo lo que ha venido después de él. Mucho peor y mucho más feo.



Pero todo esto, desde Fellini a la sombra de Andreotti pasando por Italia entera, no es más que el paisaje. Lo que importa es otra cosa; importa la certeza de la incerteza. Sólo la nada. La inmovilidad del protagonista, su incapacidad para dar un paso, no es más que el lejano eco de una derrota, de lo que pudo ser. Como al príncipe Don Fabrizio Salina en El gatopardo o a Alberto de Los inútiles o a Marcello Rubini en La dolce vita, a Jep Gambardella (nuestro Servillo aquí) todo en este mundo le es ajeno. Sólo el instante de placer vivido y perdido en un solo segundo de la juventud valió la pena. Y su recuerdo mantiene el inconfundible aroma de la muerte. Tan profundamente ridículo.



Platón en El banquete, uno de sus diálogos más brillantes y a la vez tristes, se muestra convencido de que, pese a todo, pese a la indiferencia de lo real, el ser bello ha de conducir al ser verdadero. Y aquí la lucidez decadente de la belleza. Lo llamó "la escalera de la belleza". Y de repente, Sorrentino se descubre platónico. Ruina de bachillerato sin filosofía.