Imagen de La jaula de oro, de Diego Quemada-Díez

Premiada en Cannes, 'La jaula de oro' es uno de los debuts más sorprendentes del año. El español Diego Quemada-Díez relata con dureza y honestidad el viaje de Guatemala a Estados Unidos de cuatro jóvenes inmigrantes.

Que el español, residente en México, Diego Quemada-Díez (Burgos, 1969) haya trabajado como auxiliar de cámara en varias películas de Ken Loach -Tierra y libertad (1995), La canción de Carla (1996) y Pan y rosas (2000)- quizá ya debería predisponernos frente a su debut como director en el largometraje. En verdad, quien quiera verlo, podrá detectar en esta angustiante y honesta crónica de inmigración el modo en que las técnicas "realistas" de Loach se han contagiado como un legado de estilo: largas secuencias narrativas, escenas semi-improvisadas, escenarios naturales... Pero hay en La jaula de oro muchos más elementos que trascienden semejante escritura cinematográfica, y que convierten la película del burgalés en uno de los debuts más sorprendentes y estimables del año.



Hay algo especialmente conmovedor en cómo el coraje de los jóvenes Juan (Brandon López), Sara (Karen Martínez), Samuel (Carlos Chajón) y Chauk (Rodolfo Domínguez), protagonistas adolescentes y actores no profesionales, se abre paso hacia el norte, de Guatemala a Estados Unidos atravesando México. El eterno viaje de la población latinoamericana hacia la supuesta prosperidad, o como lo define la balada mexicana que da título al filme (y da pie a una de sus secuencias más memorables), hacia la "jaula de oro". Un viaje desesperado entendido como un sueño de supervivencia, cuyo final lo escribe el azar, la desventura, el miedo, el negocio de la droga o las leyes de inmigración. Quemada-Díez inscribe en el polvo y los raíles del camino el periplo de estos jóvenes desclasados, y se aleja de sentimentalismos sin renunciar por ello a entregarnos un emocionante relato de amistades y esperanzas frágiles, que tantas otras películas nos han contado con formas prefabricadas.



Desnudos frente a las circunstancias y las pruebas del día a día, todo lo que queda para los jóvenes inmigrantes es la determinación de seguir avanzando, bien sea a pie, en barca o a lomos de La Bestia, ese tren que recorre el país azteca de punta a punta, transporte obligado para alcanzar el paraíso. Sara decide con toda prudencia cortarse el pelo, ocultar bajo opresión sus pechos y hacerse llamar Osvaldo, y convertida en el centro de atracción sexual entre su compañero Juan y el indígena Chauk, que no habla español, actúa como pivote de las sinergias emocionales del grupo.



Acaso lo más asombroso del viaje es que no se esclaviza a una línea dramática previsible, a un sistema de expectativas o de nobles sentimientos. La aventura se define por las relaciones que los adolescentes se ven obligados a establecer entre ellos, en busca de ese tenue equilibrio entre la solidaridad y la supervivencia. Sus jóvenes rostros son la máscara de la inocencia arruinada. Cualquier esperanza puede frustrarse, cualquier personaje puede desaparecer en el próximo fotograma.



La jaula de oro se alinea moralmente con la captura de una verdad fílmica que amplifique la durísima verdad social que se propone retratar. Su riqueza se mide en su acción, en su intriga, en su honestidad. Se mide también en la sequedad y aparente huida de formalismos, en su conciencia antiépica frente a un relato extraordinariamente épico, que bascula entre el movimiento colectivo (aparecen más de 650 inmigrantes en la película) y el retrato individual. Hay compasión en la mirada de Quemada-Díez, pero sobre todo el deseo de ser fiel a los estragos del movimiento perpetuo en un mundo cuyos hombres son pura mercancía.