Una imagen de La gran revancha.





No deja de ser curioso como La gran revancha plantea en la ficción lo que la propia película vende en la vida real: el reencuentro de dos viejas glorias. Sylvester Stallone y Robert DeNiro, los dos italoamericanos por antonomasia, son en la película un trasunto, con muchos años más, de aquellos Rocky y Jake La Motta (Toro Salvaje) que interpretaran con enorme éxito allá por los 70 cuando eran 40 años más jóvenes. La referencia es explícita, cuando los vemos de jóvenes, la foto que sale es la de ambos en esas populares películas. Tienen otros nombres (Razor y Kid, respectivamente) y la ficción inventa algo que obviamente no existió, una rivalidad entre los boxeadores. Pero si el filme nos cuenta su retorno a los cuadriláteros por motivos pecuniarios, la película viene a ser lo mismo: sacarle partido a la vieja gloria.



Tanto Rocky como Toro Salvaje son clásicos del cine, clásicos "serios", pero La gran revancha es una comedia pura y dura. No se trata de extraer el potencial dramático de dos personajes tan conocidos (y torturados) sino de ironizar sobre los achaques de la vejez y, en último término, sobre la pervivencia de las propias leyendas y su sentido final. Suena muy serio quizá para un filme que de principio a fin no aspira más que a entretener y lo hace acumulando gags como quien amontona cromos y usando (a veces abusando) de tópicos sobre la vejez. Una cosa, por cierto, bastante habitual en la generación de héroes de acción de la época como hemos podido comprobar en la serie Red o en la franquicia liderada por el propio Stallone, Los mercenarios.



Lo mejor de La gran revancha es precisamente su falta de pretensiones, es una película que se ríe de su propia sombra. Stallone hace de Rocky (serio, concienzudo, viril y poco dado a las sofisticaciones) y DeNiro de Motta (juerguista, pendenciero, show man y autodestructivo) pero desde la parodia absoluta. Hay una vieja novia por en medio (Kim Bassinger, que sigue siendo insólitamente guapísima) y una subtrama sentimental basada en la paternidad ausente del personaje de DeNiro tan predecible como casi todo lo demás. Quien espere sorpresas o solemnidades que vaya a ver otra película, porque ésta no deja de ser la enésima reinvención de aquellos "viejos gruñones" a los que dieran vida Walter Matthau y Jack Lemmon.



Dirigida por Peter Segal (un artesano del Hollywood más mainstream) es una película que apela tanto a la nostalgia como al buen humor y que logra lo que se propone, que uno la vea con una sonrisa en la boca e incluso se ría de vez en cuando. El indiscutible carisma de sus protagonistas hace de este filme una obra tan menor como disfrutable, se olvida a los cinco minutos, pero las dos horas que dura, uno se lo pasa bien. Y al dúo estelar añadan la gozosa presencia de Alan Rickman como viejo entrenador de boxeo cascarrabias y delirante.