Un momento de la espectacular The Grandmaster.

El antecedente que supone Ashes of Time (1994) debería servir como aviso para navegantes. Un wu xia tradicional no es una simple película de género si su director es Wong Kar-wai, de manera que tampoco existía ninguna posibilidad, en realidad, de que el creador de Deseando amar se limitara a realizar un filme de karatekas al narrar la vida de Ip Man, una figura real, un singular maestro de artes marciales que se hizo famoso en China a finales de los años treinta del siglo pasado y que acabaría enseñando kung-fu al mismísimo Bruce Lee en las calles de Hong Kong.



Abandonen pues toda esperanza, los amantes del género, cuando se acerquen a esta suntuosa, hiperestilizada y lírica recreación operística de un país escindido: el sur y el norte, la lluvia y la nieve, los practicantes del estilo Wing Chun y los del estilo Ba Gua, la China dominada por el Kuomintang y la China invadida por los japoneses, Hong Kong y el continente, incluso Ip Man (Tony Leung) y Gong Er (Zhang Ziyi), habitantes también del sur y del norte, protagonistas de una frustrada historia romántica (¡cómo no!) que se abre paso entre los desgarros de la gran Historia, pues The Grandmaster resulta ser, a su vez, una vigorosa indagación historicista que muestra cómo las heridas producidas por los grandes avatares políticos de China convergen con las que genera la vivencia del tiempo existencial a contrapié del tiempo histórico y cronológico.



Una voz intransferible

Vista de esta manera, podría pensarse que la nueva película de Wong Kar-wai no hace más que volver de nuevo sobre algunas de sus más reconocibles obsesiones (ahí están, otra vez, los enamorados incapaces de sincronizarse, los desencuentros espaciales, las emociones no verbalizadas, los viajes de ida y vuelta en el tiempo, las grietas que las inserciones documentales abren en la textura de la ficción...), pero como sucede siempre con los grandes creadores, dueños de una voz intransferible, aquí nos encontramos de nuevo con una película que nos habla de lo mismo que las anteriores y que es, a la vez, completamente diferente en su poderosa y genuina originalidad.



Cabría decir, incluso, que su autor se atreve aquí a explorar territorios todavía más difíciles y complejos, si cabe, que los recorridos en 2046. Aquí el tapiz historicista se muestra mucho más en primer término, más denso, más determinante para las vidas de los protagonistas; la articulación temporal es aún más intrincada (a pesar de que la versión europea -la que se estrena en España- engrasa algunos mecanismos para facilitar la lectura diacrónica propia de Occidente); el palimpsesto de formas y texturas, de elipsis y de referencias, es todavía más espeso y a veces hasta casi impenetrable cuando se amontan los aforismos orientales vinculados a las diferentes técnicas del kung-fu, pues al cineasta, en definitiva, no le interesan tanto las acrobacias como la ética, la moral y la filosofía cultural que esas técnicas expresan.



Como todos los creadores verdaderamente canónicos, Wong Kar-wai es dueño de un estilo que le permite abrir sus obras a nuestros más personales sufrimientos (una idea explorada por Harold Bloom), así como desplegar un personalísimo calidoscopio visual que nos habla -en términos históricos y estéticos- de China, pero que pone en escena, simultáneamente, algunas de nuestras más reconocibles y occidentales angustias posmodernas: el desfase entre el tiempo íntimo y el tiempo histórico, la conciencia del desajuste entre la realidad y la imaginación, la dialéctica entre las emociones internas y su percepción exterior dentro de un mundo en el que el presente y el pretérito parecen diluirse al compás de un incesante proceso de fabricación de tiempo mental.



Que nadie se asuste. The Grandmaster lleva dentro todo eso pero también algunas de las más estilizadas y hermosas secuencias de artes marciales que ha dado el cine (el combate en la estación de tren resulta memorable), un deslumbrante despliegue escenográfico de apabullante belleza formal y una urdimbre narrativa fragmentada, pero ejemplarmente melodramática. El resultado puede que no sea la mejor película de su autor, pero sí es, desde luego, una cita ineludible, un espectáculo que adquiere pleno sentido en la gran pantalla, una obra de referencia.