Carolina Bang en Las brujas de Zugarramurdi.

Advertía la revista Times el mes pasado que la proliferación de películas independientes, muchas de ellas realizadas al margen de la industria, coloca al informador cultural (y en consecuencia al espectador) frente al peligro de perderse el mejor cine del año. La advertencia, recogida también por Richard Brody en The New Yorker, es sin duda trasladable al cine español, que pasa en los últimos tiempos por una de las mutaciones más importantes (y saludables) a las que se ha enfrentado en toda su historia. Un síntoma de nuestros tiempos digitales y precarios que también debería hacer mella en los profesionales de la industria, quienes, mediante los premios Goya, se ofrecen cada año como cartógrafos de ese mapa del que supuestamente nos debemos fiar para no perdernos en las intrincadas rutas del cine español.



Pues bien, en un año en el que gran parte de lo mejor de nuestra cinematografía se ha realizado de espaldas a la industria (porque la industria, en muchos casos, ha sido la primera en darle la espalda), y cuya visibilidad a través de canales atípicos (no dictados por los protocolos de la Academia de Cine) se ha visto reducida al espectador y los festivales más atentos, ese mapa que el domingo nos ofrecerá la 28 gala de los Goya se presenta cuanto menos incompleto. Es difícil defender el concepto de representatividad cuando de las 135 películas consideradas por los académicos, un filme tan fundamental para el 2013 como Gente en sitios, de Juan Cavestany, simplemente no existe, y lo mismo puede decirse de obras con tanto vigor creativo como La casa Emak Bakia (Oscar Alegría), Los ilusos (Jonás Trueba), Historia de mi muerte (Albert Serra) o Costa da morte (Lois Patiño), entre otras.



¿La fiesta del cine?

Por supuesto, las ausencias (no precisamente sonadas) no desmerecen el mérito de los trabajos candidatos a Mejor Película, todos ellos, dentro de su pluralidad de formas y tonos, merecedores del aplauso. Cuando la manida denominación "Fiesta del Cine" ya no hace referencia a los Goya, sino a las colas que se formaron con la rebaja del precio de la entrada, la gala se convertirá en el aquelarre de una Academia que "premia" a las brujas de su expresidente con diez nominaciones de categorías técnicas (Alex de la Iglesia no ha sido considerado). O en todo caso en la endogámica celebración de una Gran Familia (con sus doce nominaciones), la del cine, zarandeada por los tiempos y golpeada sin piedad. Una academia, eso sí, que recibe con entusiasmo las obras más maduras de tres reconocidos autores: oscura la de Martín Cuenca (8 candidaturas para Caníbal), luminosa la de David Trueba (6 para Vivir es fácil...), precisa la de Gracia Querejeta (7 para 15 años y un día).



La única grieta que se abre paso en este paisaje ya familiar, y por la que entra un aire revitalizante, es la que ha abierto La herida de Fernando Franco, uno de los debuts más memorables del cine español en este siglo XXI. La intriga consistirá precisamente en desvelar si los premios a La herida trascenderán los ya cantados (al director y la actriz, Marian Álvarez), o de si la comedia popular de Sánchez Arévalo se impondrá al humor lúcido de David Trueba; o si Antonio de la Torre se hará con las dos estatuillas (a protagonista y a secundario), o si ese retrato negro de una España devorándose a sí misma que es Caníbal dará la sorpresa. Servirán los premios en cualquier caso para realzar el valor de unos cortos especialmente notables en esta edición (vean La alfombra roja, de Iosu López y Manuel Fernández), para recordarnos una vez más que la jubilación forzosa de hombres de cine como Jaime de Armiñán (Goya de Honor) es una práctica habitual en nuestro país (Bardem, Camus, Borau, etc), o para poner de manifiesto, mediante su ausencia, que a esta gran familia del cine español le han salido hijos díscolos, y por ello quizá no han sido invitados al aquelarre.