Un momento de la plena y arrebatadora L'Atalante

La edición restaurada de L'Atalante recupera una de las películas más extremas, poéticas e hipnóticas de la historia del cine. El último canto de un poeta que se fue demasiado joven. Un filme que se ve de pie, eufórico, inflamado de lirismo...

L'Atalante de Jean Vigo es mucho más que una película; es desde el primer fotograma la exaltación del cine vivido hasta el último aliento; sufrido en el filo entre la vida y la muerte. De hecho, gran parte del rodaje fue dirigido con la euforia del que se resiste a la agonía desde la camilla. L'Atalante se estrenó el mismo año de la muerte de su director con 29 años. Y la presencia entusiasta de la vida, evidente más que nunca ante la inminencia de la muerte, se aprecia en cada fotograma. No es poesía, es simplemente entusiasmo.



Hijo del anarquista Miguel Ameyreda, Vigo utilizó el cine para construir una mirada, para interpretarse a sí mismo, para dar sentido. A su manera, fue el primero en reconocer en el arte de los Lumière sus posibilidades demiúrgicas. Lo que sale de la cámara no es tanto interpretación como la realidad misma transformada. El cine, para resumirlo mucho, es resistencia al adocenamiento granítico de lo real. Por eso es poesía.



Si en A propos de Nice (1929) reivindicaba la necesidad del "punto de vista" hasta radiografiar con precisión la miseria opulenta de la burguesía, en Zero en conduite (1933), dos pasos más allá, reimaginaba la infancia como el único terreno de libertad. La película sería censurada hasta 1946. Y así, en sólo dos películas sentaba las bases para la que sería su obra definitiva. O, mejor, la obra definitiva. Nunca antes el cine se había atrevido a tanto: a dibujar con total exactitud el sentido profundo de la voz libertad. Más allá de L'Atalante, nada. Sólo la muerte. Existencialmente poética. La película cuenta la historia de tres personajes encerrados en el limitado espacio de una barcaza que atraviesa el Sena. Jules (Michel Simon) y los recién casados Jean (Jean Dasté) y Juliette (Dita Parlo) navegan por el río. El agua como reminiscencia, testigo y metáfora de la vida. En el fluir de la vida, el deseo y la realidad se funden en una única materia que es a la vez vigilia y sueño. Decía René Clair que el cine es un medio para soñar. Más radical aún, Vigo utiliza la cámara para deshacer los límites, para borrar fronteras. La discontinuidad de la música, reminiscencia aún del traumático salto del mudo al sonoro, al lado de esa forma tan personal de implicar a la naturaleza en cada uno de los movimientos del alma, dibujan a la perfección el estado de vívida exaltación en el que discurre cada toma. L'Atalante es una película que se ve de pie, eufórico. Juliette siente que el espacio del barco es demasiado exiguo para el tamaño de su amor. Jean padece el dolor de la desazón. Y Jules se levanta en medio de la pareja como el único homenaje destartalado y absurdo que merece eso tan extraño e insatisfactorio que el tiempo ha dado en llamar vida. Pronto llegará la ruptura y, de su mano, la desesperación. Todo, por supuesto, con el alma y la mirada en llamas. La poesía, ya se sabe, es inflamable.



Cuando Juliette huya, Jean la buscará y lo hará en la profundidad de su recuerdo herido. Toda la secuencia en la que éste se zambulle en el agua a la búsqueda de la imagen de su amor, del último resquicio de sentido, ya no es cine, es otra cosa. O mejor, es cine, el único posible, en su firme voluntad de fundar un mundo, real y necesario. Nunca antes el cine había querido tanto. Vigo definitivamente rompe la superficie del espejo y entrega al espectador un gramo, apenas un aliento, de su propia vida. Pleno, poético y arrebatado.



Juliette busca a su amado entre los espejos de París, entre el bullicio atolondrado de la ciudad que proyecta su propia imagen. Así hasta que, en un arrebato de furia y de cordura (¿quién dijo eso del amor loco? Al revés, la única locura es no amar, nos dice Vigo), Jean rompe el espejo de Jules, el hombretón que vive en su mundo sin espejos. Y en ese acto violento, como en la inmersión arrebatada por las aguas del Sena, nuestro protagonista, de la mano del director, se arriesga hacia lo desconocido, a lo irreal, al sueño, a la propia realidad que habita al otro lado de los espejos. A la libertad. Al amor. Como en la batalla de almohadas de Zero en conduite entre el humo de las plumas, en el viaje, en alboroto de la creación, queda el único resquicio para la vida. Y justo en ese momento de plenitud, Vigo murió porque no le quedaba más remedio. Cine hasta el último aliento. Poesía.