Bérénci Bojo, Palma de Cannes por su papel en El pasado, de Asghar Farhadi

Asghar Farhadi recogió el Oscar al mejor filme extranjero por 'Nader y Simin', una separación, emotivo melodrama conyugal y extraordinaria radiografía cultural que propulsó el cine iraní fuera de sus fronteras. Ahora, tras su paso por Cannes, donde fue premiada, estrena en salas 'El pasado', rodada en París, donde de nuevo radiografía un divorcio.

El primero de los planos de Nader y Simin, una separación (2011) nos hacía ocupar el papel de juez. Escuchábamos sus preguntas como si salieran de nosotros. Atendíamos a las respuestas y al rifirafe verbal del matrimonio en proceso de divorcio desde la posición que nos iba a conceder el director a lo largo de una magnífica, honda, sorprendente película, por la que Asghar Farhadi (Irán, 1972) recogió el Oscar al mejor filme extranjero. Desde ese plano medio, frontal y neutro con el que arrancaba el relato, el arbitraje moral del drama que iba a romper la pantalla quedaba en nuestras manos. El escritor y director iraní, acaso con más sensatez que cobardía, con más inteligencia que audacia, se zafaba de la responsabilidad de juzgar a sus criaturas. La propuesta llevaba una carga de antropología. Los comportamientos y relaciones de los personajes, subsidiarios de todo tipo de influjos y filtros (culturales, éticos, sociales, clasistas, religiosos, de género, etc.), imposibilitaban cualquier veredicto certero. No digamos ya, justo.



La complejidad y, en última instancia, el fracaso de las relaciones personales (familiares) es de nuevo el tema que recorre la última película de Farhadi. El iraní rodó El pasado en París merced a una estrategia más comercial que cultural o política, si bien el drama que pone en escena justifica el viaje a la capital francesa. En todo caso, su cine, al menos desde A propósito de Ely (2009), ha roto los tópicos asociados a la cinematografía iraní (Kiarostami, Panahi, Makhmalbaf...) para desarrollar una visión más "occidentalizada" del relato: personajes de clase media, elaboradas ficciones en clave realista, dramas en busca de empatía. Aquí también, en El pasado, obedeciendo a una lógica que ya es una norma (¿una fórmula?), la primera secuencia toma una forma conclusiva. Ahmad llega al aeropuerto de París y le recibe Marie (Bérénice Bojo, Palma en Cannes a la Mejor Actriz), esperando detrás de un cristal. Ella le ve primero, le llama pero él no la puede escuchar. Sus miradas tardan en encontrarse. Cuando lo hacen, el intento de establecer un diálogo a través del vidrio ahoga sus palabras en el silencio. Es obvio: la incomunicación. De eso irá la película. O mejor: de los muros que levantan las palabras, por muchas y muy altas que se digan.



Ahmad regresa de Irán al que fuera su hogar, y el de su familia (Marie y las dos hijas que comparten), años después de haber desertado de Francia. Regresa para ultimar el divorcio, para ver a sus hijas. Marie ha empezado una nueva relación con Samir (Tahar Rahim), un hombre casado y con un hijo problemático. Todos viven bajo el mismo techo. La hija adolescente de Ahmad y Marie se ha escapado del hogar, nadie le había dicho que llegaba su padre. La mujer de Samir está en coma, fuera del plano, y todos, incluso el espectador, se preguntan por qué. (Lo descubriremos en el último suspiro). El "hogar" al que regresa Ahmad después de tantos años es, evidentemente, una olla a presión, la antesala de múltiples catarsis. "Cuando hablamos de relaciones humanas, en realidad hablamos de todo lo que conforma su mundo, porque todo está contenido en ellas -sostiene Farhadi-. Mi película no es solo sobre el final de una relación entre dos individuos, como tampoco lo era Nader y Simin, sino que la riqueza de esas relaciones, su complejidad, me permite tratar muchas cuestiones de la naturaleza humana que son fundamentales".



Un intenso drama

La secuencia de arranque de El pasado toma el relevo a la resonante secuencia final de Nader y Simin, su película hermana, que concluía también con una imagen alegórica de la incomunicación y la soledad. Aunque la voluntad de El pasado sea la misma, sus ambiciones son probablemente más altas. El intenso drama que ahora pone Farhadi en escena -que avanza hacia inesperados giros y momentos catárticos, filmados con cierto ímpetu cassavetiano- no exhibe moralejas ni significados, abraza la incertidumbre desde la aparente imparcialidad. Esa disección psicológica no impedía en su anterior largometraje que nos implicáramos en el drama y sus emociones, que tomáramos partido por uno de los cónyuges para luego hacerlo por el otro y así sucesivamente. La máxima renoiriana -"todos tienen sus razones"- se alzaba como una pancarta en cada plano-secuencia. El éxito creativo y comercial, su prestigio crítico y magnetismo para los premios, tenía una clara justificación: el estallido del drama tenía un impacto emocional insoslayable. Empezábamos como jueces y acabábamos como cómplices.



En El pasado, Farhadi nos otorga un doble papel: debemos ser testigos y también investigadores. No deja de ser fascinante que el autor iraní, en una vuelta de tuerca a sus hábitos narrativos, decida hacer una película sobre el pasado que transcurre enteramente en el presente. Es más, enfatiza la necesidad de dilatar el vigor y la urgencia de las escenas, de respetar un tiempo que se parece al real, capaz de hacernos creer que la vida (el drama) se improvisa ahí mismo. El pasado trata de colarse en las vidas que se deshacen delante de nuestros ojos pero sin recurrir a saltos temporales, ni a secuencias oníricas, ni a recuerdos reconstruidos. "¿Por qué no hago flashbacks? -se pregunta y se contesta el propio Farhadi-. Porque estoy haciendo una película realista y en esos términos no puedo concebir una ruptura de la línea temporal. Por otro lado, aunque no haya flashbacks, los personajes se refieren con tanta frecuencia y de tal modo al pasado que los espectadores pueden reconstruirlo en su propia mente. No lo muestro, pero pueden llegar a verlo".



El motor, entonces, está en la palabra. Y en esa verborrea empiezan los problemas de El pasado. Los diálogos están escritos con inteligencia, los actores los articulan como si sintieran lo que dicen, incluso los más jóvenes (niños y adolescente), el guion, en definitiva, tiene densidad... pero los discursos explicativos entre los personajes, que a veces parecen hablar más para aclararle algo al espectador que a su interlocutor en la ficción, acaban por exponer la estructura del drama. Las explicaciones anticipan sus caminos, revelan las dimensiones de la historias que nunca aparecen en plano -un pretérito imperfecto, no concluido, y una mujer en coma- pero que ambicionan ocupar el núcleo del huracán emocional. En ese momento, cuando al menos los ojos expertos detecten las costuras, la tensión se destensará, el tapiz empezará a deshilacharse. Y aunque Farhadi nos conduzca de la mano hacia una belleza irreconciliable, ya no será posible el estallido. Entre la pantalla y el espectador también había un cristal.