Image: Assayas y Zvyagintsev, la traca final

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Cine

Assayas y Zvyagintsev, la traca final

El ruso Zvyagintsev presenta Leviathan, un ominoso fresco de la corrupción instalada en la Rusia de Putin y Assayas vuelve con Sils Maria, un juego de espejos entre el documento y el cine, el teatro y la vida

23 mayo, 2014 02:00

Fotograma de Leviathan de Andrei Zvyagintsev

Andrei Zvyagintsev encierra un fresco trágico de su nación en la amplitud panorámica de Leviathan, un resonante drama familiar capaz de aglutinar las gangrenas de la corrupción y la intimidación criminal en la Rusia de Putin. En algún lugar del norte del país, en una casa flanqueada por el impetuoso océano cuyas playas se han convertido en un cementerio de ballenas, vive el rudo Kolya (Alexei Serebriakov) con su hijo adolescente y su segunda, bella mujer Lilya (Elena Liadova). La casa la construyeron sus abuelos y el conspicuo alcalde de la ciudad, al servicio de un sistema corrupto y gansteril en manos de la Iglesia ortodoxa, quiere arrebatarle su tierra para demoler la casa y construir otra cosa. Un amigo moscovita de Kolya, abogado, tiene un plan para impedirlo, pero un romance secreto y la ingesta masiva de vodka se cruzan en el camino. El humor negro de la primera parte da paso a una tragedia implacable. Pronto comprendemos que la ballena negra que vemos resurgir del fondo del océano no es el verdadero monstruo de la película. Homo homini lupus.

El cuarto largometraje del cineasta ruso, responsables de título de marcada herencia tarkovskiana como El regreso (Ganadora en Venecia) y The Banishment (hipnótica adaptación de una novela de William Saroyan), empieza como el combate de un pequeño hombre contra el sistema para escalar a una dimensión en la que la tragedia familiar, la comedia negra y el drama criminal se retroalimentan entre sí para componer un retrato socio-cultural de una nación y la podredumbre estructural de sus instituciones, donde justicia, poder político y religión conspiran contra cualquier gesto determinado a cambiar el status quo. Realista y alegórico al mismo tiempo, Zvyagintsev construye su ominoso retrato (inspirado en la homónima obra de Hobbes sobre el control gubernamental) a partir de un guion extraordinariamente preciso, con un reparto magnífico y tejiendo una atmósfera solemne y claustrofóbica.

A Leviathan solo le hubiera faltado trascender su frialdad emocional y eliminar ciertas escenas explicativas para haberse convertido en una indiscutible obra maestra. Junto a Helena, se trata en todo caso de la película más accesible y naturalista del director ruso, la menos contaminada por las aspiraciones tarkovskianas y la grandilocuencia formal. Concebida prácticamente como una parábola bíblica de múltiples capas y lecturas, la esencia de Leviathan no está tanto en la trama como sumergida en las imágenes, fotografiadas por Mikhail Kirchman con una apabullante belleza y meticulosidad, destacando la espectacularidad tenebrista tanto de los paisajes como de los interiores. Una obra, en definitiva, que recoge lo mejor de la tradición modernista del cine soviético para inscribirla en nuestro tiempo de indefensión civil frente a la implacable gangrena que corroe al poder. En su destilación alegórica de la esencia del pueblo ruso, Zvyagintsev captura la naturaleza depredadora del ser humano. El hombre es un lobo para el hombre.

Sils Maria, de Olivier Assayas

Siempre hay que recordar las palabras de Rohmer, aquello de que toda ficción es a su modo un documental, al menos entendido como el registro notarial de un tiempo y unos cuerpos en el momento de su rodaje. Hay que recordar esas palabras cuando asistimos al cruce de complicidades entre Juliette Binoche y Kristen Stewart en Sils Maria, la última y lúcida reflexión de Olivier Assayas sobre el paso del tiempo y las transformaciones que ha operado en el arte del cine, en la forma en que se hace y se ve y se juzga. Las dos actrices, separadas por abismos generacionales, han vivido (y viven) los espasmos de la celebridad de formas bien distintas, han sido (y son) determinantes piezas en el engranaje de cinematografías de ambiciones industriales y artísticas casi opuestas.


Fotograma de Sils Maria de Olivier Assayas

Hay por tanto algo tan extrañamente perverso como revelador en que la bella de Crepúsculo (Stewart) sea la ayudante personal de una actriz madura interpretada por la diva francesa entrada en años Martha Enders (Binoche). Ocupando todo el metraje y dominando la escena, Sils Maria proporciona un fascinante juego de espejos, a veces explícito y a veces alegórico, en el que crepitan tanto las vidas de sus actrices en estado de gracia como de unos personajes atrapados en los laberintos del tiempo y la creación. Assayas hilvana los ecos del oficio y la celebridad actoral con toda la sutiliza y finura de la que se ha olvidado Cronenberg en la decepcionante Maps to the Stars. En los intercambios entre vida y teatro, cine y documento biográfico de Sils Maria hay una riqueza y profundidad que inevitablemente avanzan hacia tensiones y afectos que nos arrastran al pleno gozo que proporciona el gran cine. El paisaje alpino en el que transcurre el núcleo de la película emerge como un espacio mítico en el que van a dar las serpenteantes brumas que llevan el relato ficticio hacia su disolución en los ritmos de la vida.

Excrítico de Cahiers du cinema, Assayas es un tótem de la posmodernidad y la cinefilia. En películas como Irma Vep y Demonlover trazó las mutaciones del cine contemporáneo con una clase de lucidez que vuelve a convocar en Sils Maria, donde también inscribe las huellas del paso del tiempo que nos conducían por Las horas del verano y Después de mayo. En el papel de una actriz que ya no puede interpretar el rol que le dio la celebridad y el prestigio hace veinte años, y que debe ceder a una joven y contestataria estrella producto de superproducciones del cine fantástico, la Binoche hace tanto de sí misma como del complejo personaje al que alumbra. A su vez, en esta especie de actualización de Eva al desnudo, Stewart recupera el desaire y la desenvoltura de su papel en Adventureland -viste camisetas de Neil Young y luce tatuajes- para convencernos de que el cine de autor no debe necesariamente entrar en contradicción con el cine industrial. Ese es, al fin y al cabo, uno de los fenómenos que Cannes sintetiza cada año en su programación, y que Assayas ha capturado con la sensibilidad y maestría que le ha hecho tan grande.