Imagen de Yo, Frankenstein

El mito de Frankenstein no solo acierta a definir nuestra oscura naturaleza, sino que anunció el frenético tiempo de arrogancias humanas con el que la criatura de Mary Shelley inauguraba los tiempos modernos. La última y espectacular producción en torno al mito, Yo, Frankenstein, nos obliga a echar la mirada atrás y reconocer sus múltiples rostros.

Al cuerpo de Frankenstein se le podrán hacer todas las cirugías imaginables, pero lo cierto es que nunca se desmembrará. Su mito es uno de los más imperecederos y maleables de cuantos nos definen. Desde el más espúreo y banal de los espectáculos al más críptico de los ensayos fílmicos, el cine ha encontrado sitio para él en prácticamente cualquier género y estilo, trascendiendo su origen fantástico. El penúltimo de los directores en echar mano del moderno Prometeo ha sido el norteamericano Stuart Beattie, quien con el mismo equipo que hizo posible la saga Underworld adapta la novela gráfica de Kevin Grevioux Yo, Frankenstein, en la que el monstruo toma la forma de un guerrero en el campo de batalla entre el Paraíso y el Hades, ese limbo al que acaso siempre perteneció un ser tan perfectamente amoral.



Víctor Erice entregó en El espíritu de la colmena (1973) la versión del mito probablemente más inquitante y poética que se recuerda. No hemos olvidado los ojos vivaces y aterrados de la pequeña Ana Torrent en su iniciación cinematográfica, asistiendo precisamente a una proyección de El doctor Frankenstein (1931, James Whale), que juega un papel crucial en la ópera prima de Erice. El cineasta encontró como misterioso punto de fuga la presencia del monstruo para ofrecer una lectura en clave política en los albores de la posguerra que va más allá de la mera cita cinematográfica. Con el clásico del horror americano dirigido por Whale, Boris Karloff iconizó la figura del monstruo verde con tornillos en los occipitales. Pareciera que cualquier versión a recordar a partir de entonces se fundara en las bases del cine de terror, capaz de trasladar la cualidad gótica de la novela al universo de brumas, ensoñaciones y romanticismos. El origen literario prácticamente simultáneo de Frankenstein y Drácula, surgido de un desafío entre poetas románticos, estaba de algún modo esperando el nacimiento del cine -otra vida artificial que, como el monstruo de Shelley, nace a la vida mediante la corriente eléctrica- para que ambas criaturas tuvieran un crecimiento paralelo y, muchas veces, en común. Las aproximaciones del expresionismo mudo a ambos mitos, tanto en El Golem (1920) como en Nosferatu (1922), prácticamente un siglo después de su creación literaria, se fundaron en el sentido poético y político de ambos mitos, mientras que con los clásicos de la Universal de los años treinta nació realmente la fiebre exploitation de los monstruos del terror, tradición de la que se alimenta la producción Yo, Frankenstein.



Lo cierto es que películas del siglo XXI como Van Helsing (2004) y Frankenstein's Army (2013), que también resucita al moderno Prometeo experimentando con los diarios de Victor Frankenstein para hacer uso del potencial bélico del monstruo, aún parecen creer en la posibilidad de repetir los éxitos masivos del Drácula de Bela Lugosi y el Frankenstein de Boris Karloff, que dieron paso a un género completamente nuevo, al nacimiento incluso de la franquicia cinematográfica, concediendo al monstruo una familia: La novia de Frankenstein (1935) y El hijo de Frankenstein (1939). La casa del terror de la Hammer reactualizó los mitos a mediados del siglo pasado, trasladando el espíritu lúdico de la Univeral al gusto británico y otorgando una otra transgresión al género fantastique. Con La maldición de Frankenstein (1957), Terence Fisher, Christopher Lee y Peter Cushing daban una nueva y memorable vida a la creación de Shelley, que se prolongaría durante cinco películas y dos décadas, incluyendo la obra maestra El cerebro de Frankenstein (1969).

Banalización del mito



Imagen de Yo, Frankenstein

La espectacularizada y dramática adaptación del Frankenstein de Mary Shelley (1994) realizada por Kenneth Brannagh, con Robert de Niro incorporando una nueva, más realista visión de la criatura, parecía surgir como reacción a la banalización y volatilidad del mito a lo largo de las décadas, explotado hasta la extenuación en las pantallas. Así, su presencia se ha convocado en forma de comedia disparatada -Abott y Costello Meet Frankenstein (1948)- y también del humor condenadamente político de Mel Brooks -El jovencito Frankenstein (1974)-; en las series de televisión -The Munsters, La familia Addams, House of Frankenstein- y en proyectos de animación -de Monster Force a Scooby-Doo-, y por supuesto también en la serie B, el cine experimental y erótico, en muchas ocasiones caminando juntos de la mano, como el Flesh for Frankenstein (1973) de Paul Morrisey o las muy libérrimas aproximaciones al mito de Jess Franco y Paul Naschy. El trayecto experimental en torno al moderno Prometeo se ha completado este año en Cannes con la presentación del último largometraje de Godard, realizado en 3D, Adieu au langage. Poema visual sobre la necesidad de reformular el cine y la historia del hombre, el filme retrata a Mary Shelley escribiendo su obra en el bosque como un momento seminal del arte moderno.



La historia de Yo, Frankenstein arranca precisamente allí donde la dejó Mary Shelley, con el Dr. Victor Frankenstein desvaneciéndose en el Ártico. Tras enterrar a su hacedor, el sufrido Adam (aunque el título indique lo contrario, aquí la criatura no se llama Frankenstein) se convierte en un peón de una guerra de sombras entre el cielo y el infierno, con la reina Otto al frente de las gárgolas y el ángel caído Nichy liderando sus demonios. La fantasía desde luego no conoce límites y lo cierto es que las premisas argumentales no carecen de interés. Pero claro, es solo un punto de partida, en el que el filme en todo caso se detiene lo justo para recorrer la mitología de puntillas. Mejor así.