La escena presenta una estampa entrañable. Un viejo, con los inevitables achaques de la edad, se relaja en un pequeño huerto en compañía de su nieto. Es un lugar de recreo situado en un amplio jardín, reflejo del poder del viejo, de su posición acomodada y de su estado de retiro. Sin duda un buen sitio para pasar la tarde a la sombra, tranquilo, a la espera... Un limbo terrenal en el que solo queda reflexionar sobre la vida que se escapa sin remedio.
El viejo, ante la insistencia del pequeño, le cede un pulverizador con el que está atareado y le da algunas indicaciones de cómo proceder con él. El niño, absorto en la actividad, se emplea divertido en acabar con los parásitos que ponen en peligro la salud de la cosecha. Aquí, más que un juego, hay una transferencia. Quizá sin saberlo, su abuelo le está mostrando la esencia del negocio familiar. La muerte es necesaria para que la cosecha brote y se perpetúe. Mientras, el viejo decide que es el momento de sentarse.
Se da cuenta de que está cansado, muy cansado. Se quita el sombrero y se seca el sudor que recorre su frente agrietada. Pero es solo un instante. Puede que se haya dado cuenta de que algo va mal pero decide que es mejor no pensar en ello. Llama la atención del muchacho y le gasta una broma. Con una cascara de una naranja en la boca, dentadura grotesca, le hace una mueca tenebrosa con el propósito de asustarle. La reacción del pequeño es, en primer lugar, de asombró. Pero de repente, el terror se apodera de él. ¿Qué ha visto el muchacho en el conocido rostro de su abuelo? Quizá la auténtica naturaleza de su estirpe, de su sangre, la maldición que le ha de acompañar el resto de su vida.
Entonces el viejo comienza un pequeño juego. Se esconde de su nieto entre los naranjos. La escena sigue siendo bastante inocente. La música está ausente, no se posiciona, y nada en el comportamiento de abuelo y nieto es inusual. Es un simple juego, una tarde apacible. Sin embargo, el anciano, con la cáscara en la boca, ahora asume el papel de monstruo, reflejo de su maltrecho interior. Se esconde entre las ramas, su figura de repente es grotesca. Y es entonces cuando le sorprende la muerte. Primero, tos. Después, un pequeño ahogo. El corazón se para y el viejo cae fulminado en el huerto. La muerte de Vito Corleone, capo sin piedad y devoto padre de familia, una vida dominada por la violencia, es contra todo pronóstico natural, bella, incluso envidiable.
Esta escena, sin duda una de las más líricas de El Padrino (1972), la obra maestra de Francis Ford Coppola, fue creada casi en exclusiva por Marlon Brando. Coppola y Mario Puzo, guionista y autor de la obra, no la desarrollaron aunque según aparece en la novela, Corleone moría en el jardín en compañía de su nieto. Brando la concibió improvisando con el niño. El actor demostraba así su capacidad innata para, mas allá de interpretar, ser e independientemente de sus intenciones, sugerir. Algo parecido haría poco después con el papel de Kurtz en Apocalypse Now (1979). Ya lo había hecho antes en peliculas como Un tranvía llamado deseo (1951), Julio Cesar (1953) o La ley del silencio (1954)...
Brando moría hace hoy 10 años en Los Angeles a causa de una fibrosis pulmonar. Sus últimos años no fueron buenos. En lo profesional se dedicó a realizar trabajos de mera subsistencia. En lo personal le acompañó la tragedia con la condena por asesinato de su hijo mayor y el suicidio de su hija Cheyenne. Sin embargo, su leyenda permanece intacta porque Brando no interpreta, ponía su vasta humanidad al servicio de sus personajes. Y por ello su legado es eterno.