Imagen de La chica del 14 de julio, de Antonin Pertjatko

Fresca, irreverente y cómica, La chica del 14 de julio fue una de las sorpresas de Cannes 2013. Hoy llega a salas esta road movie gala dirigida por Antonin Peretjatko, que captura desde el deliro el tono político de nuestros días.

En Francia, decir 14 de julio es decir Fiesta de la Federación, fecha conmemorativa del primer aniversario de la toma de la Bastilla. 1789 y su revolución quedan muy lejos, pero un 14 de julio es el día elegido por Antonin Peretjatko para anclar el origen de su primer largometraje, cuyo tono queda ya establecido en los créditos iniciales: con imágenes de archivo de la solemne ceremonia nacional, Peretjatko se sirve del montaje (visual y sonoro) para desbaratar toda gravedad institucional. Será la primera de innumerables burlas, anunciando así al espectador lo que está por venir: una anárquica, episódica y vertiginosa comedia que depura lo ya trabajado en cortometrajes previos como French Kiss.



29 de julio. Mientras hojea el enésimo periódico que alerta del marasmo ocasionado por la feroz crisis económica, Hector (un efectivo Grégoire Tachnakian) no deja de pensar en Truquette (una fascinante Vimala Pons), que no es sino "la chica del 14 de julio", a la que conoció fugazmente en el museo del Louvre, la misma chica que, entre políticos (estamos en la Francia de Nicolas Sarkozy y François Hollande), militares y banderas, recorría las calles de París vendiendo adoquines de espuma y guillotinas de juguete. En una película coral, con cinco personajes principales (Truquette, Hector, Pator, Charlotte y Bertier) y un puñado de secundarios desenfrenados (inolvidable el indómito Doctor Placenta), el motor de la acción es ese hombre que desea a esa mujer, son esos amigos que deciden escapar de la urbe parisina para poner rumbo a la playa. La película se convierte entonces en una road movie alocada, repleta de situaciones grotescas y carreteras secundarias, donde la población pierde un mes de vacaciones estivales por decisión gubernamental y los personajes son envueltos por una paleta de colores donde (no por casualidad) predominan el azul, el blanco y el rojo.



Presentada en la Quincena de Cannes 2013, La chica del 14 de julio es en sí misma una caja de resonancias. En sus imágenes se apilan múltiples e inopinadas referencias. Es difícil que el espectador no distinga los ecos de la Nouvelle Vague, y más concretamente de Godard y Demy, que no se percate de los reclamos ilustrados -mientras escuchamos piezas de Liszt, Mozart, Bach, Mahler o Schubert, las alusiones a Kafka, Debord, Racine, Marivaux o Chejov sirven para moldear humor- o que no divise cómo la película pareciera lanzar guiños a Blake Edwards o al legado de ZAZ (Zucker, Abrahams y Zucker). Frente a los elementos visibles, las raíces confesas de Peretjatko: su irreverencia brota de la tradición del Guignol, así como de Les Pieds Nickelés.



Referencias internas al margen, si algo caracteriza a esta obra es su temeraria apuesta por la comicidad visual. Sin desatender el humor que surge de la palabra, La chica del 14 de julio es un irregular delirio que construye su razón de ser sobre gags visuales, con una puesta en escena que busca espacio para lo inesperado y que, de paso, despliega un pautado contraste entre su veloz narración y los remansos donde los personajes abrazan la nostalgia por medio de soliloquios festivamente existenciales. Y por encima de ellos, un narrador en off (el propio director) que confiere al relato de una atmósfera similar a la de un cuento lúdico de dirección única. Un cuento cuya aspiración pasa por imaginar a sus creaciones dando la espalda a la circunspección de nuestros días. Es, tal vez, su forma de hacer la revolución: alcanzar el mar, sonreír y navegar hacia la vida.