Robin Williams

Los actores que marcaron nuestra infancia siempre tienen un lugar especial en nuestros corazones porque inevitablemente los asociamos a esos años en que el cine nos asombraba y nos fascinaba con una intensidad irrepetible. Más aún cuando esos actores son cómicos, verdaderos payasos (en el mejor sentido de la palabra si es que existe el malo) tan entrañables y tiernos como Robin Williams, esa estrella de Hollywood no especialmente agraciada físicamente que desbordaba en cada una de sus interpretaciones una apabullante humanidad. Robin Williams marcó la infancia de todos aquellos que crecieron en los años 80 y 90 con una serie de papeles en películas populares que obtuvieron un enorme éxito. Lo recuerdo por primera vez en Popeye (1980), donde su aspecto como de osito casaba perfectamente con el forzudo personaje e imprimía al mítico personaje esa gestualidad desbordante que lo hacían tan gracioso y tan fácil de querer.



Las películas de Robin Williams siempre nos hacían reír y le gustaban a todo el mundo. Williams era un señor simpático con una capacidad para el histrionismo desbordante que se reflejaba muy particularmente en esa voz suya capaz de alcanzar registros vocales insólitos. En los 80 triunfó con películas como Un ruso en Nueva York (1984) o Club Paraíso (1986), comedias menores en las que el verdadero espectáculo era él mismo y su impresionante capacidad para la comedia, más que un actor a veces parecía un dibujo animado pues era capaz de transformarse y hacer unas muecas no aptas para el común de los mortales. Conoció el éxito a lo grande con Good Morning Vietnam (Barry Levinson, 1987), en la que daba vida a un locutor de radio que animaba a las tropas de Estados Unidos utilizando el humor para desafiar lo establecido. Que levante la mano quien no trató de imitar (una y mil veces) aquel célebre "Good Morning Vietnam" con el que empezaba sus locuciones.



Terminó la década con el que quizá es su papel más popular, el del profesor libertario y entusiasta de El club de los poetas muertos (Peter Weir, 1989), ese maestro que animaba al 'carpe diem' y a pensar por uno mismo que tuvo una profundísima influencia sobre toda una generación de jóvenes. Robin Williams era el profesor que todos queríamos tener, el hombre bueno que luchaba contra la rigidez y la impostura y soñaba con educar a ciudadanos libres capaces de pensar por sí mismos. No solo los alumnos, ¡cuántos profesores se inspiraron en su carisma y en su bonhomía!



En los 90, Williams siguió triunfando con películas familiares que tuvieron un enorme impacto. Su papel en el El club de los poetas muertos le abrió las puertas a papeles más dramáticos y brilló con intensidad en películas como Despertares (Penny Marshall, 1990), donde mantenía un duelo interpretativo con Robert De Niro en la piel de un médico que asistía a la milagrosa resurrección de sus pacientes; en la magnífica El rey pescador (Terry Gilliam, 1991) donde interpretaba a un antiguo profesor traumatizado por la muerte de su esposa; o El indomable Will Hunting (Gus Van Sant, 1997) en la que repetía como profesor y por la que obtuvo su único Oscar. Los 90 fueron una década de gloria y Williams se ganó el favor del público en filmes como Señora Doubtfire (1993), Patch Adams (1998) o Jumanji (1995), vehículos realizados a su mayor gloria donde el actor daba rienda suelta a su conocida capacidad para el histrionismo y la ternura. Esas películas sin él no hubieran sido nada o casi nada porque él era el verdadero espectáculo, el espectáculo del talento. Fue también la voz del genio de Aladdin, creando un hito en los doblajes de figuras animadas.



Lo entrevisté una vez hace ya diez años por una de sus películas menos memorables, La memoria de los muertos (2004) en el Festival de Berlín. Entrevistar a Robin Williams era una tarea casi imposible porque el actor imitó al menos 35 voces durante la entrevista y ninguna de sus respuestas casaba con mi pregunta. Era un hombre nervioso, con una increíble voluntad de "gustar" y de una simpatía que creo que no he vuelto a encontrar en ninguna estrella de su calibre. A partir de entonces, Williams, ya no tan joven, tuvo más dificultades para encontrar películas a la medida de su talento y su trabajo más celebrado fue en la saga Noche en el museo, cuya tercera parte llegará a los cines en Navidad o su trabajo como doblador de películas de animación en títulos como Happy Feet o Robots. De todos modos, ha seguido trabajando a pleno ritmo hasta el último momento. Lo vimos hace poco de forma breve en El mayordomo (Lee Daniels, 2013) y deja pendientes, además de la última parte de Noche en el museo, Merry Friggin Christmas, película navideña, y su doblaje de Absolutely Anything.