Fotograma de Eden de Mia Hansen-Love

En el cine europeo actual, el nombre de la directora parisina Mia Hansen-Love brilla con especial intensidad. Realizadora de películas fundamentales como El padre de mis hijos (2009) o Un amor de juventud (2011), la francesa ha conquistado San Sebastián con Eden, en la que explica la historia de un DJ desde finales de los 90, cuando apenas acaba de salir de la adolescencia y vibra con la efervescente escena electrónica de la capital francesa hasta práticamente nuestros días. La película se llama Eden, título que ya adivinamos irónico desde su propia enunciación y que hace referencia explícita a esos paraísos, muy relacionados con las drogas, que son capaces de crear las raves. Una odisea musical en la que vemos el nacimiento de la escena parisina, con unos Daft Punk omnipresentes hasta nuestros días con un especial incidencia en el estilo preferido del protagonista, el garaje, ese género creado por Larry Levan en su mítico Paradise Garage y que como lo define el propio personaje es una mezcla "entre el house y el disco".



La música, según el propio Nietzsche la más sublime de las artes, la divina música, el arte más emocional, directo e impactante, es el hilo conductor de un filme en el que vemos como el protagonista pasa del éxito más rotundo a la desesperación, económica, de una juventud llena de emociones y fiestas a la eterna pregunta que se plantean quienes vivieron intensamente esos años: ¿Qué hago ahora? Gracias a Dios, nuestro héroe no se pasa al yoga ni esta es una película amarga, Eden es más bien una celebración del entusiasmo y la vitalidad, un canto de amor a ese mundo de las discotecas y las emociones fuertes que merecen la pena ser vividas. La idea del éxito, tan omnipresente en el mundo de la creación, es constante y el éxito de Daft Punk, a los que vemos siendo unos jovenzuelos que se buscan la vida y terminan siendo lo que son hoy, superestrellas, sirve como reflejo a la decadencia del propio protagonista.



Es un filme sin subrayados ni escenas truculentas, lo más alejado posible de aquella After de Alberto Rodríguez (su única película mala) ya que no busca lecciones morales ni se recrea en la sordidez de las drogas. Es un retrato realista, sensible y emocionante sobre esos chicos bohemios y sensibles que han existido en todas las épocas, esas almas vivas que encontraron en el tecno el escape perfecto a sus ansias de libertad en una época en la que se terminaron las reivindicaciones políticas de gran calado. La he visto emocionado, conmovido, sintiéndome identificado con lo que veo en la pantalla y al final agradecido del respeto y el amor con que Mia Hansen-Love habla de lo que habla.



Felix y Meira, del canadiense Maxime Giroux, es una de esas películas de festival que no son ni buenas, ni malas, ni todo lo contrario y que a la postre resultan un tanto irritantes. Cuenta la historia de amor entre una joven judía casada con una hija que forma parte de la comunidad ultraortodoxa de Nueva York y un cuarentón apuesto de vida disoluta. La pobre chica está harta de ese mundo encorsetado y fanático en el que cualquier música se considera demoníaca y donde la rigidez de las costumbres impide cualquier atisbo de pasión o sentimiento. Todo está bien, nada chirría, pasa lo que tiene que pasar y el cineasta sigue al dedillo la pauta del cine de autor con visos de calidad. Le falta sangre, le falta alma.



Fotograma de Negociador de Borja Cobeaga

El talentoso Borja Cobeaga, de quien disfrutamos Pagafantas y su guión para la divertida y exitosísima Ocho apellidos vascos, vuelve a tocar el asunto del nacionalismo vasco tratando un tema mucho más grave, las fallidas conversaciones de paz entre ETA y el gobierno español durante la época de Zapatero. Negociador es una película pequeña de presupuesto en la que apenas hay un puñado de personajes, el protagonista es el delegado del Estado, interpretado por Ramón Barea, un señor que parece un mendigo y no sabe cómo manejar un móvil. El talento de Cobeaga nos seduce aquí y allá con algunas secuencias ciertamente brillantes como esa entrada de Barea en el hotel (cuando es confundido con un etarra por sus pintas desastrosas) o esa otra en la que aparece un camarero de la Rioja, francamente divertidas.



A la película no le interesa lo que se dijo o se dialogó en esa mesa y trata de contarnos la intrahistoria de los tejemanejes de la alta política para mostrarnos lo humano, ridículo y absurdo que es todo hecho histórico cuando uno lo mira de cerca. Es un filme interesante con un problema importante de tono, ni es una comedia, ni es un drama, ni es un filme político aunque tiene algo de todo ello. Al final no queda muy claro qué quería contar el cineasta y hay secuencias especialmente poco logradas como el encuentro con la prostituta y el confuso paralelismo que establece entre su profesión y el tema vasco.