Interstellar, dentro del monolito
Matthew McConaughey en Interstellar.
Cristopher Nolan entrega en su última película, Interstellar, una satisfactoria dosis de ciencia-ficción entendida como espacio de indagación en las constantes intelectuales, físicas y metafísicas del ser humano.
En este sentido, Interstellar recoge los testigos de Steven Spielberg, Andrei Tarkovsky y Stanley Kubrick sin renunciar al espectáculo cinemático habitual en el director de El caballero oscuro, y aunque a veces puede llevarnos por el sendero de la frustración y el empacho, incluso la ambigüedad, su último, interesantísimo largometraje -para este crítico el mejor de cuantos ha realizado- es infinitamente ambicioso: cerebralmente desafiante y emocionalmente satisfactorio. Con una claridad expositiva merecedora de aplausos, y una traducción visual que en ocasiones alberga algunas de las más originales, inmersivas y abstractas concepciones del viaje espacial puestas nunca en una gran pantalla (y sin aranceles tridimensionales, Nolan es de la vieja escuela... sigue filmando en celuloide), el desafío intelectual pasa por maridar la Teoría de la Relatividad con los principios de la Mecánica Cuántica.
A esa improbable convivencia lógica entre las contradictorios leyes físicas del macrocosmos y del microcosmos -y que ha traído a la ciencia moderna por la calle de la amargura- se enfrenta Interstellar sin complejos, asumiendo sus decoherencias espacio-temporales, proponiendo una fantasía futurista que ancla sus motivaciones en dos instintos básicos: el amor (a la familia) y la supervivencia. El cometido de Nolan pasa por adentrar al espectador en el monolito kubrickiano para deconstruirlo, explicarlo, articularlo y hacerlo visible, aunque sea a riesgo de destruir su misterio (ese en el que se refugia la épica y la lírica de 2001: una odisea del espacio) y, consecuentemente, la poesía de la existencia. Pero Nolan no es un poeta, sino un narrador con vocación ensayística y notable imaginería visual. Y aquí está en plena forma.
En esta nueva odisea cinematográfica, que, previo paso por la fallida Origen, trata de poner en forma las teorías del físico Kip Thorne, algunas de sus impecables conquistas -como la plasticidad visual de los agujeros de gusano, las travesías por agujeros negros o, sobre todo, la sofisticada creación de un universo sensorial en cinco dimensiones- son extraordinarias. Tanto más en esas secuencias en las que Interstellar se hermana con la experimentación sin dejar en ningún momento de conservar el aroma de los clásicos de ciencia-ficción (el robot sin rostro TARS es la alquimia pura de HAL y C3PO), de modo y manera que podemos empezar en los Encuentros en la tercera fase, pasar por una síntesis del devenir existencial que se ofrece como el negativo de Boyhood -en un bloque central especialmente devastador, donde McCounaghey literamente se derrite en lágrimas- y terminar creyendo que, en verdad, hemos asistido a una película de fantasmas en las que un padre y una hija mantienen contactos espectrales a lo largo de toda una vida con la esperanza puesta en un reencuentro imposible. Hay mucho cine en Interstellar. Y desde luego muchas formas de mostrar la pasión, el conocimiento y el amor a las películas que su autor lleva dentro y desde las que practica su oficio. Nos atreveríamos a decir que, aunque buena parte de su narrativa transcurre a años luz de la Tierra, Interstellar es su filme más terrenal, más humano, más cálido, quizá más personal.
Y mientras Nolan tiene la mente puesta en el gigantismo del espectáculo cinemático, los túneles espacio-temporales y la relatividad del tiempo (la del cine, la de la vida y la del cosmos, donde siete años de vida en la Tierra equivalen a una hora de paseo por un planeta-tsunami), y sus emociones ancladas en una fábula paterno-filial de trascendencias espectrales, en la pantalla admiramos a un desfile de estrellas haciendo muy bien su trabajo: empezando por McConaughey, continuando con Michael Caine, John Lithgow, Anne Hathaway, Wes Bentley, Cassey Afleck, Jessica Chastain, Matt Damon... Se acumulan las aventuras interestelares con un razonable grado de familiaridad, varios monólogos explicativos y giros de la trama que obedecen a las reglas de manual sobre la obligatoriedad de sorprender para atrapar (y distraer) al espectador, pero aún así nos quitamos el sombrero ante la habilidad de Interstellar para mantener el equilibrio dramático sin renunciar a sus ambiciones físico-filosóficas y su seducción visual.
Tras el cristal de la apariencia, Interstellar es en el fondo una película de alto riesgo narrativo, determinada a lidiar con conceptos inasibles -una cacofonía de acertijos espacio-temporales, nuevas dimensiones y saltos evolutivos-, a punto de perder pie en más de una ocasión (sobre todo en el tramo final de sus 168 minutos, donde Nolan directamente renuncia a la puesta en escena tradicional para hacer fluir la narración en un montaje de instantes cuyos escasos diálogos quedan fagocitados por la omnipresente música de Hans Zimmer), pero tan honesta y primaria en su planteamiento emocional como inteligente y sofisticada en su plasmación cinética de la utopía interestelar. Otros cineastas se han atrevido a desbloquear el misterio del monolito sin miedo a caer en el vacío -Speilberg (IA: Inteligencia Artificial), Abrams (Star Trek)...-, pero podemos quedarnos satisfechos con que Nolan también lo haya intentado.