Fotograma de Xenia, del griego Panos H. Coutras.

El festival de Gijón, en su 52ª edición y ya en vías de consolidación de su etapa post José Luis Cienfuegos, se inauguró con Calvary, película irlandesa de John Michael McDonagh sobre la que planea la sombra de los ominosos abusos sexuales perpetrados por curas católicos en todas partes del mundo y muy especialmente en Irlanda, donde la Iglesia de Roma ha tenido un poder brutal, quizá mayor que en cualquier parte del mundo. McDonagh nos divirtió y sorprendió con la maravillosa The Guard y en esta película cambia de tercio, de la parodia de aquella a un drama íntimo con toques de thriller y algún elemento cómico en el que se abordan cuestiones metafísicas con sensibilidad e inteligencia.



Comienza la historia cuando un feligrés amenaza al padre con matarlo en una semana como castigo por los abusos que sufrió en su infancia y le da ese plazo para que ponga en orden su vida. El protagonista no ha cometido ningún abuso pero se trata de hacer el mayor daño posible a la institución y cavila el asesino que siempre será más doloroso cargarse a un cura bueno que a uno malo. A partir de aquí, Brendan Gleeson, que ya se sabe que es un actor soberbio, mantiene una serie de encuentros con miembros de su parroquia a la vez que trata de reconciliarse con la hija que abandonó por el sacerdocio. Lo que McDonagh quiere contarnos es la debacle moral de la sociedad irlandesa, que tras la caída de su institución más emblemática se enfrenta a un abisal vacío moral.



La estructura de la película es una serie de episodios donde se discute de fe y moral con todo tipo de personajes (un turbio millonario con complejo de culpa, un médico ateo que se hace la "camusiana" pregunta del silencio de Dios o un psicópata), y el "calvario" del protagonista hasta su previsible ajusticiamiento sirve como metáfora del calvario de su propia sociedad. Calvary es una buena película sobre el perdón y la ira, en la que unas conversaciones expresivas e inteligentes vienen a conformar un paisaje en ruinas de una Irlanda desorientada que no sabe cómo asumir su pasado oscuro y aun menos cómo encarar su futuro.



Salvo a los sádicos, a nadie le gusta hacer críticas negativas y por eso prefiero no extenderme mucho en la poco lograda Fuego, debut del guionista televisivo Luis Marías en el campo del largometraje. José Coronado es cada vez mejor actor y hace lo que puede con el personaje de un ex policía traumatizado por el asesinato a manos de ETA de su mujer y la parálisis a la que condenaron a su hija. Fuego trata sobre eso, el "fuego" que devora a un hombre ansioso por tener su ración de venganza y que más de una década después se dedica a perseguir a la mujer y el hijo con síndrome de Down del terrorista que provocó su desgracia. Hay en la película un retrato interesante de esos mundos cerrados y opresivos del País Vasco donde los abertzales imponen su ley del silencio, pero la trama es un despropósito delirante porque pasan unas cosas rarísimas sin pies ni cabeza (empezando por que la mujer del etarra vive en la inopia hasta extremos surrealistas o por la inverosímil amistad entre Coronado y el discapacitado).



Jason Reitman, director de Juno o Up in the Air, practica un cine de personajes con un pie en el indie y otro en el Hollywood más convencional con resultados en el peor de los casos interesantes. Después de aquella espléndida Young Adult, Reitman centra su mirada en las nuevas tecnologías para contar una historia de vidas cruzadas en una pequeña ciudad de Estados Unidos en Hombres, mujeres y niños, donde los desvelos de adolescentes adictos al móvil se solapan con los de adultos infelices en su matrimonio que buscan en internet una solución a sus males. Reitman es un director con talento y su tirón hace que veamos en pantalla a estrellas como Adam Sandler o Jennifer Garner, raros de ver en películas que no sean archimillonarias. Hay una cierta ligereza en un filme que por momentos resulta demasiado superficial pero el cineasta acierta a la hora de construir los personajes y retratar el impacto alienante de la tecnología en nuestras vidas cotidianas. Es una película bien medida e interpretada donde Reitman se plantea una pregunta interesante y es que por muy terrible que nos parezca el mundo actual del iPhone y la telerrealidad, aún puede ser mucho peor oponerse a él por completo.



Festivales como Gijón cobran su significado cuando uno encuentra una joya como la griega Xenia, dirigida por el, por lo menos para mí, desconocido Panos H. Coutras. Ambientada en un país devastado por la crisis y el inquietante auge del fascismo, Xenia tiene el colapso económico y moral griego como trasfondo y no como tema. Cuenta la huida de dos hermanos adolescentes en busca del padre que los abandonó cuando fallece la madre y se quedan huérfanos. El director acierta al contarnos una historia dramática sin ninguna truculencia con un delicioso sentido del humor en el que la peripecia de los dos jóvenes transmite calidez y ternura. Los actores brillan a gran altura y en ese tono socarrón y emotivo, donde lo trágico y lo paródico se dan la mano, vemos brillar esa cultura mediterránea que en nuestro país ha dado maestros como Berlanga o el propio Almodóvar. Hay secundarios fascinantes como ese gay ya veterano que lleva túnicas imposibles y secuencias como las del hotel abandonado que logran trasnmitir de manera vívida y luminosa esa mezcla de tristeza y energía que es la juventud. Se estrenará en salas comerciales y dará buena cuenta del buen momento que pasa el cine heleno.



El director de Los Ángeles Gregg Araki tiene una nutrida y valiosa filmografía desarrollada sobre los dos ejes que siguen siendo pilares del festival de Gijón, la juventud y el exceso, con películas como Nowhere o Mysterious Skin. Vemos la última, Pájaro blanco de la tormenta de nieve, donde una adolescente vuelve a ser protagonista. Estructurada como una película de misterio, cuenta el proceso de maduración de una adolescente cuya existencia de clase media suburbial se ve truncada por la repentina desaparición de su madre, una mujer con problemas para asumir que su hija es joven y ella no. Araki cuenta bien su película y sobresale la interpretación de Eva Green como madre celosa e inestable, pero es simplemente correcta y se deja ver con cierta simpatía pero muy poca pasión. Al final, acaba lastrada por un giro conclusivo tramposo a más no poder; de hecho, tan tramposo que es difícil de entender, porque Araki es perro viejo y el fallo es garrafal. Como sabe cualquier novelista de medio pelo de misterio, el asesino no puede ser un mayordomo que hemos visto dos minutos. Las sorpresas tienen que tener sentido, no basta con que nos sorprendan.



Hay ecos del cine de Robert Gueguidian o los Dardenne en Mil noches, una boda (Party Girl) película dirigida al alimón por Claire Burger, Marie Amachoukeli-Barsacq y Samuel Theis (hijo de la protagonista), que parte de la audacia de que personas reales interpretan su propia vida. Soy de la opinión de que las películas valen lo que valen en función de sí mismas y no de las "curiosidades" que las rodean, o sea, Boyhood es una maravilla no porque haya tardado doce años en rodarse sino por lo que percibimos al verla, y por tanto se trata de juzgar el valor artístico de Party Girl y no lo original de su propuesta. Cuenta la historia de una señora madura que lleva toda la vida trabajando en un cabaret entreteniendo a los hombres (no es prostituta) y que de repente decide cambiar de vida cuando un minero jubilado le propone casarse con ella. La veterana cabaretera se emociona y acepta la propuesta no muy convencida de si será capaz de hacer un cambio de vida tan radical. La directora filma con planos "naturalistas" la odisea de una "party girl" casi anciana que sueña con una vida de confort burgués y a la que el cuerpo le pide marcha. Es un personaje curioso y simpático y la película tiene su gracia, pero me tira para atrás una estética demasiado feísta y la sensación de que es una historia que me han contado antes.