El pais de las maravillas, retrato de familia de Alice Rohrwacher

Ganadora del Gran Premio del Jurado en Cannes, la italiana Alice Rohrwacher compone en El país de las maravillas una delicada fábula en torno a una familia rural que se revela como un mágico ejercicio de la creación.

Hay películas cuya principal virtud es su capacidad para crear un universo nuevo y rigurosamente intacto. Se manejan en la pantalla como los mundos imaginarios y a la vez reales que sólo una máquina como la inventada por Morel podría crear. Recuerden el cuento de Bioy Casares. Un fugitivo llega a una isla y allí se las tiene que ver con un artefacto capaz de reproducir la realidad en una acepción rigurosamente eterna. Y es gracias a ese falso e incorruptible imaginario que el protagonista puede llegar a adentrarse en lo misterios de su propia vida, la real. Si se pierden, no me culpen. Los laberintos están para eso. Pocas veces la literatura ha dado con una metáfora tan precisa y a la vez trágica de la propia literatura como en La invención de Morel.



El país de las maravillas o, en su título original, Le meraviglie (las maravillas), digamos que es ella misma un producto derivado del artilugio ‘moreliano'. La directora Alice Rohrwacher juega a recrear el escenario quizá de su infancia. Y lo hace a través de los ojos de una niña con las pupilas abiertas de par en par. Gesolmina (Maria Alexandra Lungu) vive con sus padres y sus tres hermanas en un caos que quiere ser a la vez una granja. Allí, el mundo ordenado de la sociedad se ve fracturado por un día a día destartalado de naturaleza y abejas.



Durante buena parte de la película que ganó el Gran Premio del Jurado en Cannes, el espectador es invitado a esforzarse en encontrar una trama, un sentido, una moraleja. Desconciertan las historias que se niegan a ser eso, historias. Si se quiere, Le meraviglie es el puntual relato de una generación condenada. Quieren los padres construir a sus hijos una Arcadia alejada del ruido de lo fútil como tiempo atrás soñaron los ilusos sesenta. Con un poco de voluntad y entrenamiento, tampoco cuesta encontrar en la propuesta de Rohrwacher, hermana de la omnipresente actriz italiana Alba, el rastro de las historias de crecimiento en las que una joven se descubre de repente atrapada en un universo que no es el suyo.



Pero todo esto no es más que ruido. La directora va más allá. Quiere ella simplemente construir un mundo, pero perfecto. No hay argumento, por la misma razón que la vida, mirada de cerca, admite mal ningún relato que no sea necesariamente absurdo. La cinta avanza y pronto dos hechos vendrán a quebrar la armonía inestable de todo. De repente, llega a la familia un joven delincuente enviado para seguir un programa de reinserción. Y más importante, por espectacular, aterriza en la aldea un estridente programa de televisión. Al frente de toda la caravana, una Monica Bellucci transfigurada en estrella y a la vez diosa, extraña diosa.



De nuevo, es imposible resistirse al juego de la interpretación. ¿No estará hablándonos Le meraviglie del choque entre lo nuevo y lo viejo? ¿No estaremos delante de la enésima composición crítica contra el imperio de lo banal que siempre acompaña a la televisión? Tampoco. La película se detiene en la voz de un coro extraño dentro de una cueva, en el plano triste de una playa vacía o en la mirada perdida de una mujer. Le meraviglie, decíamos, se limita a componer un mundo no necesariamente feliz, pero sí real en su alucinación "felliniana". Se termina el verano en un pueblo en Umbría, Italia, y uno tiene la impresión de que se acaban todos los veranos del mundo.



La máquina de Morel reproducía una realidad atroz; un universo real que hay que temer. Le meraviglie no resulta tan inquietante, simplemente descubre lo real en la infinita ternura y vitalidad de su vacuidad. Tan absurdo, tan real.